23. Sexto sentido

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Podría ser un experto seduciendo mujeres, saber qué decirles o cómo generar la situación idónea para acercárseles, pero nunca estaría preparado para una decepción amorosa

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Podría ser un experto seduciendo mujeres, saber qué decirles o cómo generar la situación idónea para acercárseles, pero nunca estaría preparado para una decepción amorosa. Detestaba esa sensación de derrota, de perder cuando daba todo para ganar, de entregarse sin condición, de ser quien ponía el pecho en un chaleco blindado para recibir el daño de una traición.

Lo atribuyó a su mala suerte; era bueno para fijarse en las interesadas, en las embusteras, las que le prometían amor por un rato y luego lo remplazaban por alguien mejor. Y odiaba eso, enredarse con una mujer que al conocerla lo encantaba con su alegría, con su manera de ser o su belleza, para luego burlarse en su cara de lo ingenuo que fue al creer que esa era su verdadera forma. Por eso se hartó de las chicas de su misma edad por considerarlas poco maduras para entablar una relación seria, eligiendo a la que creyó que por su edad era la idónea para cumplir su anhelo.

Pero de nuevo se equivocó.

Concluyó que las mujeres no tenían remedio, que todas eran iguales y que al involucrarse con cualquiera de ellas obtendría el mismo resultado, las mismas decepciones, las mismas mentiras. Era una falacia lo que pintaban en las películas, en los videos reflexivos en las redes sociales, de que sí había parejas que duraban toda la vida, que existía ese romance bonito donde ambos daban, ambos recibían y juntos alimentaban ese amor que los unió. Era una farsa porque allí estaba, un hombre esperanzado queriendo convencerse de que aun existía esa clase de cariño, que de tantas desilusiones se resignó a que moriría solo si seguía buscando a la mujer de película que lo quisiera como él deseaba.

Al enterarse que Mérida sí estaba casada no pudo con la desazón de verla subirse al coche con el hombre que se le adelantó en su carrera de tenerla por siempre. La rabia lo consumió y para colmo no podía desquitarla porque estaba en horario laboral.

La noticia de su decepción amorosa se esparció como una enfermedad contagiosa. A pesar de que fue consciente de las habladurías, de ser el blanco de burlas y miradas, lo pasó por alto porque no tenía ánimos para decirles que no se metieran en sus asuntos. Quedó tan decaído que ni le importó los llamados de atención de su jefe por andar distraído, ni prestó atención a Fabián a su propuesta de salir esa noche a distraerse, a modo de ahogar las penas. Apenas terminó su turno, se fue en su moto a ninguna parte, manejando hasta que el vehículo por poco quedó sin gasolina a las afueras de la ciudad. Fueron horas de estar lejos del mundo, apartando la tristeza, la impotencia, el dolor que apresaba su corazón que, como pudo, se forzaba a mantenerse fuerte, cuerdo, en sus sentidos, incapaz de entregarse a sus emociones.

No quería llegar al apartamento porque sabía que los recuerdos de Mérida ocupando su espacio, durmiendo en su cama, lo sumirían en un duelo sin difunto donde su corazón le rendiría tributo a un amor a medias, que nunca estuvo destinado a ser. Pero era inevitable.

El primer día fue sencillo; entró a su hogar compartido, fue directo a su habitación sin prender ninguna luz y se echó en su cama, apagando el celular para no tener la tentación de escuchar la música que con ella compartía. El segundo y tercer día fue igual la rutina con una excepción; ella no asistió el lunes al trabajo. Esa ausencia fue la que le pesó, más que el hecho de su traición; no verla significaba que se había acostumbrado a tenerla cerca, a que con su sonrisa le alegrara los días y que oír su voz fuera el incentivo para despertarse temprano cada mañana.

Lamento Meridiano ©Where stories live. Discover now