Capítulo 1. Al-Ándalus

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Aquel hombre iba a ser elegido rey

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Aquel hombre iba a ser elegido rey.

Para ellos, que no habían tenido reyes desde hacía mil quinientos años, era una palabra demasiado intensa para empezar a contársela a los niños de seis años. Los adultos ya tenían suficiente con explicársela a sí mismos.

¿Qué tenía aquel hombre, si no sabía distinguir un caballo de cuello flexible de uno con las vértebras soldadas, ni sabía construir un arma de fuego, ni sabía utilizar una vara de Jacob para saber hacia dónde dirigir el barco, ni cómo cuidar los huevos de una pelempira, ni qué variedad de centeno era la más adecuada para cultivar en el páramo, ni a qué edad había que matar a un ganso?

Era un rey que no sabía nada de nada, y por ello era la persona más indicada para ocupar un cargo que estuviera por encima de todos. Un rey universal, un rey Ecuménico. Lo suficientemente desarraigado para haberse mantenido al margen de los oficios de los Señoríos. Lo suficientemente desocupado para haber vivido cincuenta años engordando bajo el servicio de decenas de criados, descendientes de esclavos dipios. Y como todos aquellos idealistas que habían tenido tiempo suficiente para pensar, era un insulto al alma trabajadora de la especie humana. Una anulación de la lealtad. Era neutral, era perfecto.

El resto de Señores miraban con desconfianza aquella cabeza calva donde pronto iba a caer una corona, probablemente porque no estaban acostumbrados a tener que subordinarse ante ninguna persona. Y menos ante una persona con un corazón de oro.

Se le veía a la legua, ordenando llenar sus jardines de orquídeas y nombrando palafrenero a cualquier mendigo que estuviera muriendo de frío en el pavimento. Por algo había llegado a ser el individuo que gobernaba la ciudad con menos delincuencia del mundo, según decían criticones modernos como Voltaire. El altruismo genuino se mezclaba con pinceladas políticas al azar, que se popularizaban para aterrar a los Señores un par de veces al año. Nadie sabría decir si aquel hombre era humanitario o en realidad estaba como una cabra.

¿Sería también de esos estúpidos héroes que acogen a los apestados cuando las ratas traen los humores negros? ¿O de los que dejan las diligencias más baratas para los críos que huyen de la guerra? ¿Sería aquello un entretenimiento previo antes de sacudir lo verdaderamente esencial, que tanto tiempo habían dedicado los gobiernos a construir?

Los Señores se mantenían suspicaces en sus palacios, pero no había trampa esta vez. Simplemente estaban cansados de luchar, cansados de pasar hambre, de quedarse atrapados en la orilla del mar, de no poder comunicarse con sus aliados. Estaban tan desesperados, y Saica les había dejado tan furiosos después del Gran Escándalo...

El sol relampagueó tras una nube convaleciente y solitaria.

Los cuatro caballos resollaron de calor antes de pararse frente al puente. Sus pelajes blancos se habían vuelto grises por el sudor; se notaba que estaban en las tierras del Sur. Entre los listones de la pasarela se percibía una distancia de doscientos cuernos hasta el suelo, y las barandillas quemando más que el infierno terminaron de convencer a los animales de no poner un pie encima. El cochero se hartó de golpear el látigo.

Relatos del barroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora