Capítulo 11. La Costura

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 Buscador de la Tierra

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Buscador de la Tierra

La lámpara de jade se balanceaba en la cornisa del carro con los baches, alimentada de vez en cuando con el aceite que llevaba la arriera en su cargamento.

—¿De dónde eres?

—De Sevilla, al sur del Señorío de la Sangre —contestó Sadira—. ¿Y tú?

—Yo soy dueño de una haciendita en el norte del Señorío de la Tierra, a dos días de Veracruz, donde ya no hay tanta selva y el clima es más seco —le contó Tonatiuh—. Estoy tan cerca de la frontera de la Sal que muchas veces llegan los vientos cargados de arena del desierto.

—¿Has estao alguna vez ahí? ¿En el desierto?

—Nunca —negó él—. Mi familia siempre me dio educación y entrenamiento dentro de palacio. Cuando heredé el título de baronet, me casé y solo salíamos a visitar nuestros latifundios cuando era época de recolección. Se plantan maizales padrísimos gracias a los afluentes del río Colorado, ¿sabes? Y un poco más al norte, todo es de secano. Esas son las únicas dunas que yo vi.

Señaló las colosales montañas de trigo y cebada de la lejanía, algunas encerradas entre las paredes de un granero y otras a la intemperie por la falta de espacio, a merced de los topillos, los pájaros y los críos. Estos últimos escalaban por las montañas de grano de nueve metros y se tiraban desde la punta una y otra vez, parándose a descansar de vez en cuando para rascarse las ronchas rojas producidas por el tamo. Ratas gordas como gatos rondaban por ahí con libertad.

—Qué aburrido, quillo —comentó Sadira—. Yo he pasao cerca de tu desierto alguna vez, cuando hacía la Ruta de Alepo. Pero ahora ya no. El desierto de mi continente es diferente al tuyo, ¿sabes? En el tuyo las plantas pinchan, los pedruscos se caen de las cumbres y todavía hay algún conejo que se te cruce a toda hostia por el camino. En mi desierto no hay nada.

—¿Cómo nada?

—Nada —afirmó ella—. Las montañas se han transformao en arena y el horizonte se extiende en un océano de dunas naranjas donde el cielo y la tierra dejan de tener sentido. Parece que caminas por el escenario de un juego de mesa absurdo, porque el paisaje sigue igual a decenas de kilómetros a la redonda y no te encuentras nada ni a nadie a lo largo de las semanas. Como si al Gran Saica le hubiera dao pereza terminar su creación y hubiera dejao un pedazo de la Tierra vacío, solamente con el suelo puesto. El calor te achicharra el cogote por el día y el frío te muerde los huesos por la noche. El viento sopla constantemente pero no se mueve na, porque no hay na que pueda moverse, así que el silencio es absoluto. Me cago en las bragas solo de pensarlo, quillo.

Tonatiuh estaba impresionado.

—Pero ahí vive gente, según estudié.

—Claro que vive gente —se ofendió la arriera—. Migran por el desierto buscando el frío o se asientan en enormes ciudades a la orilla de los ríos y los lagos.

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