Capítulo 15. La Dragona II

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Buscador de la Tierra

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Buscador de la Tierra

La sensación comenzó en el núcleo de su cuerpo como un embrujo, en forma de brote palpitante, y un escalofrío ardiente lamió sus terminaciones nerviosas a medida que la precisión del roce aumentaba. Tras unos minutos caminando por tierras oníricas y neblinosas, el placer la arrancó del sueño y la atrajo a la realidad abriendo los ojos de golpe, dejándola desorientada y jadeante encima de las sábanas.

Sadira tardó un momento en enfocar a la mujer que tenía apoyada sobre el pecho, tumbada a su lado con una sonrisa traviesa y ojos de dragona. Sus dedos presionaban su interior con maña y habilidad hasta que notó que sus arterias se derretían como una jarra de vino agujereada; el calor llegó como una bocanada de fuego transpirando por cada poro de la piel, y de repente...

Se acabó.

La tempestad recuperó su calma. Creía haberse convertido en vapor.

—Buenos días, sirena mía —murmuró Nina, mientras retiraba la mano empapada y reluciente de su entrepierna.

—¿Qué me has...? —acertó a decir Sadira, desconcertada. Le temblaban las pantorrillas y sentía la respiración pesada como una losa. Apenas podía expresarse, todavía aletargada y con los ojos legañosos después de seis horas de sueño. Se acomodó en la cama y la capitana se tendió a su lado, bocarriba, contrastando su vientre blanco con la piel morena de la arriera.

—¿Te ha gustado?

—Sí... Pero ha sío rarísimo. Mu diferente esta vez.

Sadira abrió las piernas para observar el charco que había sobre las sábanas. Llevaba desde los cuatro años sin orinarse encima; ¿qué era aquello?

—No te preocupes. En los barcos siempre tenemos problemas de humedad.

Y soltó una carcajada. La arriera estaba preocupada de verdad, como si de repente se sintiera más cerca de estar enferma.

—¿Cómo...?

—Se te olvida que tú y yo tenemos la misma forma —ronroneó Nina—. Y ya sabes lo que dicen... "No hay mejor manera de viajar, que apostar en la Sangre, beber en la Tierra y joder en el Mar".

—Nadie me había hecho nunca na parecido.

—Es que no puedes pedirle a un hombre que conozca el cuerpo de una mujer. Uno solo sabe manejar el buque que tiene. —Le acarició la larguísima mata de rizos oscuros que nacían en su cabeza y se desperdigaban por su pecho desordenadamente. Ella se estremeció.

—¿Tienes frío?

—No.

—Hmm.

El camarote crujió perezosamente tras el balanceo de una ola. La lamparita de jade de la mesilla arrojaba una luz tenue y desnutrida.

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