Capítulo 30. Londres

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Señorío del Mar

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Señorío del Mar

El domingo por la tarde Montesquieu llegó a Londres, capital del Ducado de Britania. Estaba ansioso por conocer a los filósofos del Señorío del Mar.

Gracias a su ubicación isleña, Londres servía de punto de recepción para las mercancías que llegaban del continente occidental, y las reenviaba a las costas del continente próximo que constituían el Señorío del Mar.

El cielo estaba despejado. La goleta avanzó río abajo por las aguas del Támesis hasta bordear el distrito de Westminster y atracó allí, junto al enorme puente que unía una mitad de la ciudad con la otra, rebosante de carros de parte a parte. A un lado atracaban barcos que venían cargados de lana y quesos de la Sal. Al otro atracaban las goletas de transporte de viajeros, que vomitaban al muelle toda aquella algarabía de humanos de primera clase y criados llevando sus maletas, muchos vestidos con casacas largas y sombreros de ala grande por si llovía. Algunas mujeres se levantaban las faldas para evitar que se las pisaran; otras se agarraban el sombrero marinero de tres picos para no perderlo.

Una litera recibió a Morgagni y al barón de Montesquieu en la avenida principal, que consistía en un cubículo ornamentado y soportado al vuelo por dos magníficos purasangres, uno delante y otro detrás, que cargaban el peso sobre dos listones de madera trasversales. La arriera vestía una chaqueta de botones escarlatas y les invitó a subir dándoles pie. Se agarraron a los asientos del susto, al sentir el peso de su cuerpo directamente sobre la grupa de los animales, en lugar de sobre ruedas.

—Qué diablura —replicó Montesquieu, ciego y vacilante.

Su viejo amigo Morgagni le ayudó a acomodarse.

Iniciaron la marcha por la orilla del río. Cuando la litera alcanzó buena velocidad, retiraron la cortinilla y asomaron la cabeza por la ventana.

—¿Cómo es, Londres? —quiso saber su compañero, mirando al vacío—. Escucho taconeos, bastones en el suelo y ropa rozándose entre sí. La gente debe ir bien vestida. Oigo muchas voces juntas y también los remolinos que dejan los navíos en el agua... y la humedad del Támesis huele fuerte, como a gato recién nacido.

—Tiene razón. Este río suyo es gris y flotan objetos —replicó Morgagni, aplicando su mirada de médico y subiéndose las lentes—, no parece ser muy buena fuente de salubridad, pero veo gente caminando por el fango de sus orillas, probablemente buscando reliquias y mercancías de valor que se caen de los barcos.

Los londinenses tenían formas muy variadas: bajitos y escuálidos, con el pelo tan liso y frágil que pareciera romperse con solo mirarlo; otros altos como armarios, con el cabello rizado de un bisonte y las cejas espesas; otros pelirrojos y pecosos como si el sol les hubiera arrancado la sombra del cuerpo; otros con cara de primate moreno y otros con cara de lagarto blanco. Pero todos ellos expresando su actitud amanerada, elegante y estirada.

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