Capítulo 9. París

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Señorío de la Sangre

Parlamento de París.

La luz blanca del exterior entraba por los tres ventanales que presidían la sala, altísimos, celestiales y acabados en arco en la parte superior. El techo estaba decorado con artesones policromáticos alternados con pinturas de mujeres históricas montadas a caballo, cuidadosamente ubicado para que los rayos de luz no incidieran sobre él y estropearan los frescos.

El resto de la sala estaba tallada en madera de caoba a dos alturas: a pie de cámara, las hileras de bancos escalonados para que se sentaran las aristócratas, y en el palco superior, sujeto por columnas labradas en pan de oro, se permitía asistir de pie a un pequeño número de hombres que generalmente eran los maridos de las invitadas.

Una lámpara de araña llena de virguerías de cristal pendía del techo mediante una larguísima cuerda, sobrevolando la mesa donde se situaban las parlamentarias. En el extremo estaban las tres sillas seguidas que pertenecían a las Señoras de la Sangre, las hermanas Tiritean, y en torno a la larga mesa se ubicaban cinco asientos libres. Sobre la mesa había un pañuelo de seda cuidadosamente doblado para cada uno de los sitios, con las iniciales de las parlamentarias bordadas en la esquina.

La sala estaba a rebosar. Las mujeres se recogían los vestidos para dejar hueco en los bancos y se percibía el aleteo continuo de los abanicos en masa. Los asientos estaban especialmente colocados para que las de atrás sortearan las prominentes pelucas de las de adelante y pudieran ver por encima de sus hombros, aunque de igual modo, estaba pactado por la lógica que las celebridades más ostentosas se colocaran en las últimas filas para no privar de visión a las más discretas. Todas llevaban en sus manos un pañuelo de tela, igual que las parlamentarias.

El panorama ofrecía un bello cuadro de féminas parlanchinas, alborozadas y maquilladas como mariposas, llenas de lunares postizos y de cuellos de encaje, chismorreando en voz baja y acallando a los chiquillos que acompañaban a muchas de ellas. La mezcla de perfumes fundidos con el olor del sudor confería al ambiente una densidad extraña.

—Silencio, por favor —pidió la cantora, agitando una campanita de bronce. Su corpachón iba vestido de traje y escondía unos enormes pulmones capaces de robar toda la atención de la sala. Los rumores se acallaron de forma canónica—. Vamos a comenzar. En pie.

Las aristócratas se levantaron de golpe y se acomodaron el vestido, unas pegadas a otras por culpa de los miriñaques expansivos que tenían bajo las faldas. Entraron en fila las tres hermanas Tiritean vestidas de punta en blanco, seguidas por otras seis mujeres de diferentes edades y aspectos. Una de ellas acunaba a un bebé entre sus brazos.

Tomaron asiento en sus respectivos sitios en el silencio más solemne. La cantora alzó la voz.

—A día de hoy, seis de septiembre de 1754, ciudad de París, se abre la Audiencia. Presiden la mesa Sus Altezas Señoriales de los dominios de la Sangre: Donna Tiritean, Majo Tiritean y Denisse Tiritean, juntas por la ley femenina y reunidas bajo el amparo del Gran Saica. Consta en acta las presentes parlamentarias: madame Roland, madame Lavoisier, madame Dupin, lady Somerville, y lady Trotter —voceó—. Damos comienzo a la sesión.

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