Capítulo 4. Rosales

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Buscador de la Tierra

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Buscador de la Tierra

Tonatiuh jamás se había despertado tan temprano, pero era incapaz de dormir más.

La taberna crujía como mil demonios cada vez que alguien daba un paso en el piso inferior; parecía que se iban a derrumbar las vigas y los tablados de un momento a otro. Además le martilleaba la cabeza por la falta de sueño, por las pesadillas que habían estado martirizándole toda la noche.

Así que se vistió en silencio y se ató los cordones de la camisa, mientras observaba la escuadra de madera que descansaba junto a sus botas. Le había dado vueltas a quién podía ser el Arquitecto que mencionaba y cómo era posible que el hipocornio obedeciera a alguien que no fuera a su volátil espíritu animal. Tampoco estaba seguro de hasta dónde llegaba el sentido metafórico en aquellas tres misteriosas frases.

Como no pudo sacar ninguna idea concluyente, ni entendía por qué alguien querría que él tuviera aquel objeto, decidió guardar la escuadra en las alforjas para preguntar en la ciudad.

Cuando bajó por los peldaños chisporroteantes de la escalera, el posadero le recibió con una enorme sonrisa.

—¡Buenos días, caballero! ¿Tenéis hambre? Venid a la taberna, que le preparo el desayuno.

Tonatiuh entró en la sala principal, donde unos cuantos jornaleros estaban sentados frente a una cerveza con rostros ojerosos. Era imposible de saber si acababan de llegar o llevaban toda la noche planchando la oreja contra la mesa. También rondaba la esposa del posadero por ahí, algún crío madrugador y un par de viajeros que estaban de paso.

Tonatiuh eligió una silla, se recostó en el respaldo y paseó la vista por la taberna, donde habían dejado crecer un árbol invasivo a través de la pared y había fundido su tronco con las vigas del techo. Madera contra madera. Los barriles se apilaban en la esquina y esparcían un olor a rancio, como a alcohol repegado.

Cuando el hombre volvió con los cubiertos y las hogazas de pan, los aldeanos ya habían girado las vértebras en dirección al Buscador. Sin que nadie les dijera nada, habían percibido olor de la excepcionalidad rompedora de rutinas.

—Agradezco que haya elegido esta humilde posada de Rosales para reparar fuerzas, señor Buscador —comentó orgulloso el posadero, con la voz lo suficientemente alta para que todo el mundo lo oyera. Su mujer venía junto a él con una sonrisa de oreja a oreja—. Dejadme que os agasaje con un desayuno sustancioso. Pero antes... el cocinero consiguió algo muy especial en un mercado ambulante que para por Mápula.

—¿Donde dijo Marcia? —preguntó ella, pasando el trapo por la mesa.

—Sí —de repente había bajado la voz y miraba de reojo al resto de huéspedes—. No sé si estoy muy a favor de servir esto aquí... pero insistió en que os lo regalara y que corriera a cuenta de su bolsillo.

Tonatiuh estiró la cabeza y buscó al cocinero con la mirada, un hombrecillo que le observaba desde el hornillo con cara de ratón.

—¡Bien! Ándale y traiga ese plato, que es objeto de disputa.

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