Capítulo 23. Kurdistán

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Territorio neutro

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Territorio neutro

El convoy dejó atrás la ciudad de Constantinopla, y con ello, la frontera del Señorío de la Sal.

El territorio del Kurdistán se abría entonces antes ellos, salvaje y áspero como un cardo, pero a la vez bañado por un reconfortante sol matinal. El color amarillo tomaba protagonismo en las praderas y en las colinas, donde crecían las plantas espinosas y volaban las mariposas leopardinas. Los riachuelos corrían por el terreno escarpado y reverdecían el camino a su paso, dividiendo el paisaje en surcos hasta acabar en lagos livianos en absoluta calma, que reflejaban el cielo y las lomas de sus bordes.

Tierra de nadie. Región sin ley. Fuera de la ordenada disposición por Señoríos; única nación de los continentes que había tomado por la fuerza el derecho de ir por su propio camino, aunque avanzara a base de palos. Silvestre e indómita, como las gentes que osaban conducir a sus cabras por aquel lugar. Ruda y agreste, como las guerras que llevaban tanto tiempo librándose en su seno.

Las seis caravanas que componían el convoy llevaban dibujado el símbolo de la pluma en el costado y las palabras "Brigadas por la Salud" escritas en varios idiomas. Los médicos que viajaban en su interior pidieron a las arrieras que se aproximaran a las lindes del desierto lo antes posible, porque habían oído que cuanto más te acercabas a la costa donde reinaba la piratería, más aumentaba el bandolerismo.

Pero el bandolerismo no era lo más peligroso que podían encontrarse en el Kurdistán.

—¿Qué es eso que brilla en el suelo?

Los médicos afinaron la vista para ver si se trataba de alguna joya.

—Creo que es una bala.

Al principio resultó una novedad, pero poco a poco los brigadistas fueron acostumbrándose a ver los destellos metálicos de la munición por el camino.

Las nubes dibujaban sombras en el suelo pedregoso y árido, cuyos cerros eran coronados por hileras de encinas y otros árboles parduzcos. Los pinzones gorjeaban a los pies de gigantescos roquedales que no habían podido convertirse en arena y se habían quedado allí, tallados por el viento como milenarias figuritas planetarias.

—Es un paisaje bonito, en realidad —comentó el médico más soñador, asomándose por la ventana con los dedos dormidos por el traqueteo.

—¿Bonito? Tengo el ojo seco solo de verlo —bufó otro con hastío—. Qué lástima, tanta esterilidad y tanto secarral desolador...

—Tiene cierto encanto, a su manera —insistió—. Y por lo que he leído, los terrenos de este tipo son bastante versátiles, así que es normal que los ciudadanos de la Sal lo quieran para pasear al ganado y los de la Tierra para cultivar cereal.

—A mí me parece una ridiculez pelearse por este trozo de polvo, la verdad, pero peor aún es el desierto que tenemos al lado. Lo inteligente de controlar esta región, es que los viajeros se ven forzados a pasar por aquí para no comerse de lleno el desierto. Eso sí se merece unas buenas guerras.

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