Capítulo 35. Desierto del Sáhara

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Buscador de la Sal

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Buscador de la Sal

Se presentó a la puerta de la humilde casa de adobe, con la pelempira bajo el brazo y el caballo de las riendas.

La noche era tan cerrada que apenas se distinguían las paredes de barro y las briznas de paja entrelazadas, como si fuera un enorme animalucho de pelaje raído varado a orillas del desierto.

Un hombre apartó la gruesa cortina de lana de cabra, decorada con motivos geométricos, y lo miró con cara de pocos amigos. Llevaba una túnica raída y ningún tipo de calzado, así que se le veían los pies medio deformes y sucios. Tenía las arrugas de expresión muy marcadas y le faltaba algún diente, pero aquello no era más que el castigo del trabajo pesando sobre sus veinte años.

—¿Qué quieres? —gruñó.

—Soy Andrak Deniz, Buscador de la Sal. —Al terminar su frase, se dio cuenta de que tenía el cuello chorreando de sudor. Sacó la acreditación con una actitud desvalida que no pudo ocultar—: Busco alojamiento para la noche de hoy, y una comida caliente.

Mientras ambos se escudriñaban con cautela, Andrak inclinó la cabeza y vio una viejecita al fondo de la estancia.

El Buscador hacía tiempo que había perdido la noción del espacio. Las cordilleras y los bosques eran como áreas mágicas de transmutación corporal, donde los limbos y las fronteras políticas se desdibujaban rápidamente para, al cabo de semanas, escupirte a una sociedad distinta.

Pero averiguar el Señorío en el que estabas era enormemente fácil: si había varios hombres en casa —o varias mujeres— y no se reflejaba pobreza extrema en el mobiliario, se trataba del Señorío del Mar. Si la mujer no estaba en casa y el hombre estaba faenando con el puchero, era el de la Sangre. Si los progenitores de la familia estaban sentados en un sillón como sauces decrépitos, mientras los vástagos de cargaban sacos de arena, estabas en el del Metal.

Se notaba que aquella familia era más pobre que las ratas. El picor de la supervivencia hizo al joven arrugar el ceño y decir:

—No sé qué es un Buscador. Tampoco sé leer, pero si creéis que un papel puede pagar los dátiles pa vuestro gaznate, o echar a mi madre del catre, lo lleváis claro. A mi madre no la echa del catre ni Abd al-Rahman III.

—Pero los Señores...

—Lo que digan los Señores me la caga un dromedario. Con lo que os ha costao a vos llegar hasta aquí, ¿creéis que va a llegar un castigo suyo? —sonrió con los dientes mellados—. Ningún Señor sabe quién soy, ni me pueden diferenciar. Pa ellos somos como cabezas de res.

Andrak comprendió con desolación, que tenía razón. Para aquellas almas que viven en los confines del mundo, la confraternidad se grababa en las carnes y el abandono se sufría en el hábito. La sordidez marcaba tu comportamiento como un hierro a una bestia, y ya no había hospitalidad ni modales que valiesen. La Tierra lo sabe.

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