Capítulo 34. Génova

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Buscador de la Tierra

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Buscador de la Tierra

La habitación está a oscuras.

No, la habitación no, sino el cielo nocturno.

Se escuchan las hojas de las palmeras mecerse con el viento y las polillas aleteando contra el cristal de alguna lámpara. El resplandor naranja apenas deja ver las estrellas, pero se distingue la luna por encima de la enredadera.

Hace buena temperatura, como si llegara hasta allí el bochorno de la arena ardiente. Casi puede escuchar el sonido de la playa, así que debe encontrarse en alguna especie de soportal abierto al exterior.

Tonatiuh siente las telas suaves acariciando su cuerpo, perfumadas de lavanda y limpísimas al tacto. También huele a bebé. En la esquinita de la manta ve bordada una palabra, pero está del revés y le cuesta un momento leerla: "Yago".

Hace calor allí dentro. Mira a su alrededor, hacia las paredes de mimbre que se levantan altísimas y no le dejan ver otro panorama más que el cielo. Un par de salamandras diminutas esperan inmóviles pegadas en el mimbre.

La lengua se le traba. Balbucea.

El movimiento de la vegetación suena igual que unos dedos escarbando en un fajo de billetes. El viento es demasiado suave para zarandear así las palmeras, así que algo llama su atención entre las hojas.

Se distinguen dos ojos brillantes y, semioculto, aparece el resto: se trata de un gato atigrado y gordo, con las patas escondidas bajo el cuerpo como un paquete de correos. Habrá debido de escalar por la valla del patio.

—Silvio —pronuncia, rescatando el recuerdo de algún rincón de su mente.

El gato levanta el trasero y dilata las pupilas. Aquello inquieta a Tonatiuh, pero se siente tan inútil y frágil como un sapo en medio de la calle. Hace un amago de pedir ayuda, pero solo consigue emitir un lloriqueo ahogado. También intenta correr, pero lo único que puede hacer es levantar dos piernecitas regordetas y patear el aire, en movimientos torpes.

Entre ellas, ve al gato rubio afinar la vista y abandonar la rama como una exhalación. El salto es preciso. El mundo tiembla detrás. Las garras finas como alfileres se ciernen sobre sus retinas.

Tonatiuh se incorpora de golpe con un grito.

Un grito grave, de persona adulta. Se toca los ojos, jadeando. Siguen en su sitio, aunque enfoquen mal. Algo se clava en ellos y le hace daño a la vista, pero cuando consigue aclarar la conciencia, se da cuenta de que es un rayo de luz matinal.

Hace un esfuerzo en fijarse en el entorno y lo reconoce con alivio: es la habitación de la Rana Orejona. Se está alojando en el hostal de Andreas, el amante de Lucho. Ahí está el artesonado de madera carcomido, las paredes de piedra, el pirograbado de la Salamandra.

Pooja está tumbado en la cama, despierto. Cuando se da cuenta de que Tonatiuh también lo está, le sonríe.

—¿Has dormido bien?

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