Capítulo 5. Palestina

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Señorío de la Sal

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Señorío de la Sal

El suelo pedregoso estaba lleno de matorrales silvestres y de retamas escuálidas, pero en los fondos de valle la tierra se reverdecía y abundaban los eucaliptos, las palmeras y las acacias propias de la Región de Palestina. Jerusalén se alzaba en lo alto de la loma, celada por su gran muralla de piedra.

En el interior de las murallas, los ganaderos de la Sal entraban con sus rebaños de ovejas a través de las diez Puertas y se congregaban en las plazoletas llenas de polvo, marcando el suelo con cien mil huellas de pezuñas. Los burritos caminaban de acá para allá, con enormes sacos de salmuera cargados a la espalda y buscando ansiosamente la sombra templada del barrio judío. Los vendedores se arrodillaban en los bordillos y mostraban sus babuchas de cuero, sus corderos de muslos tiernos y sus montañas de panes redondos, fabricados con harina del Señorío de la Tierra.

El viento corría entre las calles de adobe y silbaba cuando entraba forzosamente a través de los arcos ojivales, chocando contra los balcones de celosía que colgaban de las fachadas, y horadando la piedra que formaba las paredes de las mezquitas.

En la plaza de Antíoco, los dromedarios tumbados ocupaban gran parte del espacio con sus rostros largos y berreantes, con los ronzales unidos unos a los otros y la joroba sepultada de mantas y leña para encender fuego. Las plantas trepadoras oscurecían los muros e inundaban las grietas que dejaban los ladrillos. Los toldos estaban combados por el viento y la acumulación de arena.

—¡Acercaos, fieles! —vociferó el hombrecillo que estaba subido al cadalso de madera, detrás del rebaño de dromedarios. La multitud comenzó a congregarse a su alrededor con excitación.

Los habitantes envueltos en chilabas y turbantes apenas enseñaban un centímetro de su piel, pero aquellos que solo contaban con un fez y una borla colgandera, no tenían nada que protegiera del sol a su piel morena y áspera. Las mujeres observaban desde los márgenes con cierto recelo. La gente mayor permanecía sentada en banquetas de madera casi a nivel de suelo, repartidos por toda la plaza, con la cabecilla hundida en los hombros y el cogote cubierto por el taqiyyah en forma de medallón.

Entre el público descansaban una veintena de sacos rebosantes de piedras afiladas.

—Nos reunimos hoy aquí para juzgar popularmente a este hombre, Ibrahim Sharif Abdallah, por romper la ley Sharia y traer la turbación a nuestras vidas —vociferó el inquisidor, señalando al reo que sujetaban a pie de suelo. Se trataba de un hombre despeinado, con las sienes chorreando de sudor y una gran barba gris—. Este hombre está acusado de domar a un caballo que estaba dedicado a la producción de carne desde el nacimiento, como está establecido en el Señorío de la Sal, usurpando así la actividad correspondiente al Señorío de la Sangre y atentando contra la palabra sagrada de Saica: "Imitar es pecado". Es por ello que se le acusa de herejía. ¿Qué tiene el acusado que decir al respecto?

—¡Yo no he hecho nada! —gimió Ibrahim, con voz desafinada—. ¡Este caballo nació ya domado, respondiendo a las órdenes de rienda por designio divino, alabado sea Saica!

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