Capítulo 24. Persia

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Buscador del Aire

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Buscador del Aire

Malinois estaba desolado. Un día su pelempira no volvió más.

Llevaba dos semanas viajando desde que atravesó el puente de La Costura, salió de los cerros de Cambalache y entró por fin en la Región de Persia, la comarca más cálida del Señorío del Mar.

Le recogieron las llanuras áridas donde habitaban los puercoespines y los tejones, pero como aquella zona era una enorme vorágine de vendedores y viajeros que construían conexiones mercantiles en torno al golfo Pérsico, el Buscador se desorientó y tuvo que acercarse a pedir ayuda a un cabeza de familia que tenía un negocio de goletas en el Nilo. El hombre vestía una chilaba de tela carísima y tenía un harén de nueve chiquillos sin pelos en los huevos, que le hacían trencitas en la barba a la sombra de un fresno. Muy contento con su visita, le regaló un mapa del continente y le invitó a tomar té y guiso de paloma con cilantro. Solo comprendió sus intenciones cuando le metió la mano en los calzones, junto al fuego, y Malinois se asustó tanto que tuvo que salir de allí en plena noche. Nueve parejas le debían parecer pocas.

Pronto empezó a avistar el nacimiento de los montes Zagros y sus campos de florecillas amarillas, donde las nubes proyectaban sombras de varias leguas de extensión. Malinois veía los flamencos surcar el cielo en bandadas, pero de su pelempira ni rastro. El entrecejo le dolía ya de mirar hacia el sol y escudriñar con la vista.

Se sentía confuso, lanzado de golpe al abismo. ¿Qué habría sido de ella? Sin su pelempira no sabía hacia dónde debía tirar, pues era ella la que le estaba guiando hacia el hipocornio.

Las últimas veces le había guiado hacia la Tramontana, la cordillera que separaba el Señorío del Mar y el Metal, así que revisó la brújula con la cartografía en mano y decidió seguir unos días más hacia el sur, para no tener que atravesar los Zagros.

Y sin darse apenas darse cuenta, rebasó la altura de Teherán y entró en el área templada que marcaba el inicio del ducado de Toscana. Se notaba el cambio porque el clima era más suave, la gente había dejado de cubrirse con pañuelo y comenzado a hablar con acento cantarín.

Cuando Malinois llegó a la orilla del río Arno, se encontró una enorme marabunta de personas de clase baja, con bandanas atadas en la cabeza para protegerse del sol y un bocadillo de fiambre en la mano. Se contaban por centenas, asentadas en cuadrillas buscando la sombra y hablando animadamente mientras esperaban; Malinois no sabía qué.

Las arrieras aprovechaban la situación también, acercándose a los acampados para venderles alguna tina de cerveza con la que soportar el calor. Pasó por su lado una en cuyo costado se leían las palabras "Damasco Libre" en varias lenguas. El Buscador la detuvo levantando la voz y la arriera asomó la cabeza.

Se trataba de una mujer que superaba los sesenta años de edad, con el pelo cubierto con un pañuelo de cuadros y los pómulos regordetes llenos de cicatrices.

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