Capítulo 12. Cartago

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Buscador del Aire

El jinete se miró la mano que sujetaba las riendas, donde tenía el símbolo de una pluma tatuado en el dorso: se le estaban empezando a llenar los dedos de ampollas por el roce.

El viento azotaba el campo de gramíneas y las crines grises del caballo, y en el horizonte se divisaba la mancha accidentada de la ciudad de Cartago, encuadrada por la finísima línea del mar que tenía tras de sí. El jinete valoró la posibilidad de pasar por allí para dormir en una cama resguardada por primera vez en tres semanas, pero la sola idea de encontrarse rodeado de cuerpos sudorosos y llenos de ojos acechantes le generaba ansiedad.

Iba vestido con ropa de colores otoñales; la capa unida en el pecho con dos cadenitas le ondeaba por el efecto del viento, descubriendo los brazos. El cuello de volantes de encaje sostenía su mirada alta y firme en el horizonte, protegida del sol por un sombrero de ala negra fruncido en el lateral, donde bailaban dos plumones rojos.

Alzó la cabeza de repente. Le había parecido oír algo en la distancia.

Entonces divisó un punto negro en el cielo, cada vez más grande. La pelempira apareció graznando sobre los pastizales amarillentos y se acercó al jinete describiendo una amplia parábola. Levantó bruscamente la cresta de plumas para dilatar la membrana que le recorría la espalda y extendió las alas como una enorme sábana parduzca, tensa por el efecto de frenada. Sus garras se cerraron en el guante de cuero del jinete, que había alzado el brazo un segundo antes.

—Buena —la alabó simplemente, acariciándole el cuello curvado. La pelempira soltó un silbido de satisfacción y plegó las alas en reposo. El caballo miraba de reojo al pájaro que tenía pegado a la cruz—. Dame.

La rascó debajo del ala y ella abrió la boca como un resorte, mostrando el frasquito que había dentro de su mandíbula membranosa. Lo cogió y lo miró un segundo para asegurarse de que era lo que había comprado: en su interior había un líquido oscuro, rojizo cuando le atacaba el sol, denso por el tiempo que había estado al aire libre y enturbiado con arena, como si lo hubieran recogido del suelo. Aquella sangre de hipocornio le había costado carísima, especialmente porque tuvieron que enviársela desde Granada y el lugar estaba llenándose de cazarrecompensas. Por suerte, tenía el apoyo económico del Señor del Aire.

La pelempira graznaba en su brazo ansiosamente, esperando su recompensa después de tan largo viaje; así que el jinete se apeó del caballo y descolgó un conejo muerto que había cazado hacía un par de horas.

El jinete lo agarró con los dientes y tiró con la mano libre para desgarrarlo en dos partes. Luego le pasó los trozos de carne al pájaro con boca a boca, que los tomó con su pico afilado y los engulló con pelaje incluido. Luego se limpió con la esquina de la capa y dejó a la pelempira en el suelo.

—Ahora espera.

Rebuscó entre en las alforjas de su montura y sacó un bulto envuelto en un trapo: se trataba de un cuerno tallados en madera. Sujetó al caballo de la cabezada y se lo enganchó en la muserola. El animal empezó a cabecear por el extraño complemento. Luego abrió el frasquito de sangre y volcó el contenido sobre la cara del caballo, mientras relinchaba por el potente olor.

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