Capítulo 18. Berlín

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Señorío de la Sal

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Señorío de la Sal

La marabunta de ciudadanos del Aire llegó a las puertas de Berlín como un signo de mal augurio, muchos de ellos con malformaciones visibles y un enjambre de pelempires siguiéndoles desde las alturas.

Habían cruzado el Rin  a través del puente que iba a utilizar el ferrocarril para conectar el Señorío de la Sal y el Señorío del Aire. Habían asaltado los carros de mercancías para alimentarse y secuestrado todas las diligencias y viajadoras con las que se topaban por el camino, para ayudarse a trasladar a los enfermos e inválidos. Miraras donde miraras, siempre había médicos cerca para reparar las fisuras de los cuerpos andrajosos que venían andando desde Budapest, pero algunos de ellos no habían soportado la dureza del trayecto y se habían ido quedando por el camino, tumbándose a descansar en el suelo hasta que no volvían a despertarse. Estaban todos demasiado enfermos. Muchos sabían que habían salido de sus casas para morir, pero estaban firmemente convencidos de que la ocasión lo merecía.

Acostumbrados a ser tratados como deshechos, como despojos de cualquier comunidad humana que no tuviera tiempo para cuidar a un paciente crónico o a un lisiado, los ciudadanos del Aire se habían agrupado en el norte del planeta hacía ya varios siglos y habían aprendido a sacar partido del continuo ambiente de enfermedad en el que estaban envueltos, formándose como los mejores médicos de los continentes.

El espectáculo era bizarro y extrañamente alentador por su nivel de organización. En la cabeza del tropel se situaban los ciudadanos del Aire que tenían algún defecto patológico menor, con fuerza física suficiente para tirar del resto y la cabeza ordenada para dirigir la marcha. También los jóvenes fuertes y los antiguos enfermos ya curados.

En segundo lugar se situaban los enfermos mentales, que daban la talla física sin problemas pero llevaban apoyo psicológico para soportar el trayecto. En un tercer bloque lateral, algo apartado del resto, se movilizaban los enfermos de males contagiosos, como los leprosos en estadío inicial, los diftéricos, los griposos o los infectados de viruela.

Por último, se encontraban los ancianos y los impedidos físicos —tullidos, inválidos, malformes, asmáticos y espasmódicos—, montados en las diligencias y las viajadoras para no quedarse atrás.

Al pasar por el ducado de Prusia, los sirvientes se asomaron por las cristaleras de palacio, asombrados. Los grandes amos ordenaron cerrar las ventanas para evitar que los humores infecciosos se colaran en el interior.

Por el camino, también se habían unido a la marcha algunos ganaderos de Hannover que también estaban indignados con el Escándalo de Saica, así que se había plantado un oleaje de cuatro mil personas hambrientas, cansadas y roñosas en pleno Berlín a última hora de la tarde.

La pobre ciudad de la Sal respiraba con dificultad, entre los antiguos edificios destartalados que habían logrado sobrevivir a la Guerra de los Treinta Años y las nuevas construcciones, embrionarias y faltas de gracia por haber crecido con recursos irregulares. Se proyectaba la sombra de una gran nación que había condenado a sus habitantes a las cloacas y al polvo; ojerosas alimañas que tenían que vivir con el desamparo y la gloria de antaño de forma simultánea, como un hijo mayor que se queda demasiado chiquito.

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