Capítulo 7. Granada

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Buscador del Metal

—Es todo un honor que hayáis decidido visitar la honrada ciudad de Granada, señor... ¿Grillo? ¿Es así como queréis que os llamemos?

—Eso es —respondió, colocando la mano sobre la suya a modo de saludo.

—Nos ha resultado una grata sorpresa acoger al ilustre Buscador del Señorío del Metal. Todo el mundo habla de vos por las calles —aseguró el chambelán, caminando por el pasillo abovedado con las manos detrás de la espalda. Volvió la vista hacia él—. Por curiosidad... ¿de dónde sois?

—Bastante más al norte. Bagdad.

—Qué calor... —comentó, riéndose—. Ya veréis que el clima es más suave por aquí.

—No tengo problema con eso —respondió el Buscador con una sonrisa, señalándose—. Pelo negro, piel morena y ojos oscuros. Por eso me llaman Grillo.

El chambelán asintió con humor y le condujo por el claustro revestido de celosías hasta llegar a una puerta de arco en herradura, labrada en madera de olivo.

—Nos complace enormemente teneros alojado en nuestra alcazaba, la gran Kasbah al-Hamra. Os hemos instalado en las alcobas que hay en la muralla para que tengáis vistas a las colinas, por si aparece el afamado hipocornio. Lamentamos si escucháis barullo fuera, por cierto, porque a veces se asientan maleantes y rameras al pie de la muralla para pedir favores a los huéspedes que se alojan arriba. Les hemos dicho mil veces que no les arrojen comida por las ventanas, pero son demasiado compasivos, ya sabe... —se disculpó—. Nos estamos ocupando de eso. ¡Ah! Y podéis disfrutar de nuestros distinguidos baños árabes a partir de las seis de la tarde. Las comidas se sirven a partir de las doce y las cenas a partir de las ocho, pero sois libre de pedir el plato que guste a cualquier hora. Por favor, informadnos de todo lo que preciséis y nosotros os lo proporcionaremos.

—Preciso de tinta y pluma, porque tengo un pelempir revoloteando por vuestros tejados esperando a que envíe una carta. Y necesito un caballo descansado para pasado mañana, que volveré a partir en busca del hipocornio.

El chambelán asintió repetidas veces y giró la llave en la cerradura para abrir la puerta. Grillo le acompañó al interior y sus pies se detuvieron sobre una alfombra granate y dorada, bordada exquisitamente. La habitación era pequeña y tenía una cama baja sepultada por numerosos cojines, una mesita de cedro rodeada de sillas para tomar el té y un escritorio decorado con filigrana de pan de oro. Sobre él, un platillo dorado y una jarra para lavarse las manos, acompañado de unas pastas de hojaldre y canela. Las paredes estaban forradas de tapices con mosaicos geométricos y flotaba una especie de olor a vainilla.

El chambelán abrió el cajón del escritorio.

—Aquí tenéis papel, pluma, tinta y cera de lacre, si es menester. Os dejo la llave colgada en la entrada.

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