Capítulo 31. La Dragona

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Buscador de la Tierra

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Buscador de la Tierra

El zopilote le mira desde la repisa, con la cabeza agachada, como una vieja decrépita enfundada en una chilaba negra y tenebrosa. Las plumas se funden con las cortinas y dan la sensación de ser una túnica amortajada interminable. El pico curvado recuerda a un pulgar capaz de sacarte los ojos de las cuencas como si fueran pipos de aguacate.

Tonatiuh se revuelve con inquietud, pero no sabe si tiene los ojos abiertos o cerrados. Entonces nota una presencia en la oscuridad en la que no había reparado y se gira de golpe. A su lado hay un pequeño bulto agazapado, tumbado sobre la cama y con la silueta recortada en lo que parecía ser... pelaje. Distingue algo asomando entre los pliegues de la sábana: un rabo larguísimo balanceándose en el borde con lentitud.

La aversión ataca todas las fibras de su ser en forma de náusea avasallante. Se queda paralizado, hasta que ve el rabo cesar en su movimiento. Entonces se abren unos ojos felinos en la cabeza de la figura. Y estalla el llanto de un bebé.

Tonatiuh se despertó de un sobresalto.

Afinó la vista hacia la cama para enfocar el bulto oscuro y reconoció las facciones de Sadira, durmiendo plácidamente.

Respiró hondo y sintió el cuello de la camisa mojado y los músculos entumecidos, como si hubieran estado largo rato en tensión. ¿Qué había sido eso? Ningún zopilote estaba en la repisa de la ventana. Ninguna niebla negra escurría por los peldaños.

Decidió vestirse y salir a despejarse un poco antes de que se despertara la tripulación, con una intensa sensación de alivio y seguridad. Agradecía que en esta realidad, las pesadillas no pudieran alcanzarle.

Cuando llegó a cubierta, encontró ese cielo gris que anunciaba el inicio del amanecer, donde hace frío y parece que el mundo está saliendo del Apocalipsis. Ese momento en que luz es rara y comienzas distinguir las olas sombrías a tu alrededor.

Kost le dirigió un saludo desde el timón, abrigado hasta las orejas y con la cara plomiza por haber pasado toda la noche de guardia. Era el único que estaba levantado.

Tonatiuh cruzó la cubierta y distinguió a Pooja durmiendo en el carro rojo de Sadira en mala postura, envuelto en mantas y con expresión relajada a pesar de estar a punto de partirse el cuello. Subió la escalerita hacia el castillo de proa, mientras la barandilla de madera le devolvía un tacto frío y húmedo a los dedos, y allí se subió a la borda con cuidado y se bajó el calzón.

El chorro amarillo se volaba hacia el lateral por el efecto del viento y se dispersaba en forma de miles de gotitas diminutas antes de alcanzar el mar situado a diez metros de caída. Hizo presión para terminar cuanto antes porque se le estaba congelando la picha y, cuando alzó la vista, vislumbró la ardiente línea del amanecer comenzando a teñir el horizonte de dorado.

Superpuesta a la línea, la silueta eclipsada de un puerto marcaba el fin del océano.

—¡Tierraaaaaaaaaaaaa! —vociferó alguien desde lo alto del mástil mayor, que también lo había apreciado.

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