Capítulo 19. Atenas

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Buscador del Aire

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Buscador del Aire

Tras nueve días de monotonía punzante y lamentable, finalmente Malinois alcanzó el extremo opuesto de La Costura.

El Buscador del Aire no había sufrido demasiado la soledad del viaje porque estaba acostumbrado a rehuir a las personas. Lo que sí había tenido que soportar fue el cambio súbito de caminar por una ruta estéril en plena inmensidad del mar, a caminar por una ajetreada ciudad que estaba plantada en el acantilado, preparada para recibir ávidamente cualquier asunto que viniera del otro lado del océano. Malinois tuvo que lidiar con la ansiedad de la socialización incluso varias horas antes de divisar los primeros tejados.

Por otra parte, el cambio del Señorío de la Tierra al Señorío del Mar no resultó especialmente brusco, sobre todo porque los propios habitantes de La Costura se habían encargado de unificar las culturas de ambos extremos por mera comodidad, de forma inconsciente. Se percibía una mayor presencia de pescado y marisco en los mercados de las plazas, ahora que no tenían que soportar la sentenciadora mirada de los veganos en el cogote; además de una proliferación explosiva de letreros y carteles colgados a la puerta de los comercios. La diferencia de alfabetización era abismal. Tenían lo mejor de ambos mundos.

Pero el trayecto desolador no acababa ahí, puesto que todavía le quedaba otro tramo de diez días atravesando el apéndice rocoso que engrosaba el cabo y que se adentraba en el continente con el nombre de "los cerros de Cambalache". Por ello, Malinois pasó el mínimo tiempo necesario en la ciudad para cambiar de caballo y reponer fuerzas antes de continuar, acompañando el trazado de las vías del tren y siguiendo a la pelempira que le guiaba desde el cielo, y que iba y venía del Señorío del Metal vigilando al hipocornio. Sus viajes eran agotadores porque no podía regresar hasta que no lo divisara —cada día en un punto, cada día en un bosque—, y aunque a veces tardara días en volver, el Buscador del Aire siempre la recibía con un pedazo de carne y una palabra amistosa.

Los cerros de Cambalache era el tramo donde se juntaba el flujo de arrieras mercantiles que venían de La Costura —en ese momento estrangulado por las restricciones de construcción de las vías— y los buques de carga que atracaban en los puertos, provenientes de la mitad norte y de la mitad sur del océano de la Cicatriz. Punto caliente de intercambios y ventas, las mercancías no era lo único que desembarcaba en el cabo: niños de todas las edades y colores bajaban de los galeones y los carromatos como rebaños de ovejas, sucios, rodeados de moscas y con los berretes en la cara por haberse pasado todo el camino llorando. Se agarraban los unos a los otros buscando protección y los más pequeños caminaban en hilera, cogidos de la camisa del de adelante como los patitos recién nacidos.

—¡Apa! ¡Apa! —gritaban desconsolados al llegar a un nuevo destino, a unas nuevas manos—. ¿Está aquí mi apa?

—Tu apa ya no quiere verte más. A ver si tienes suerte y encuentras otro nuevo —respondía la arriera de turno, si es que se dignaba a hacerlo después de haber repetido la misma frase cuarenta veces al día—. Y límpiate esa cara, que a nadie le gustan los mocosos llorones.

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