Capítulo 21. La Tramontana

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Buscador del Metal

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Buscador del Metal

Grillo estaba preocupado.

Había perdido mucho tiempo desviándose hacia el sur del continente por culpa del falso aviso del hipocornio que resultó ser un rinoceronte, así que el resto de Buscadores debían de haberle sacado ya semanas de ventaja. Decidió recortar esta distancia a costa del sudor de sus monturas, por lo que aquella mañana salió del pueblo del Mar y arreó al caballito granadino de las borlas hasta que se desplomó en el suelo de cansancio, cincuenta kilómetros después, y respirando tan violentamente que parecía que estaba rugiendo por los ollares. Entonces se bajó de la silla y caminó hacia la vía comercial más próxima, donde paró a una arriera que transportaba marfil y cuernos de rinoceronte desde las tierras del Metal, y la exigió una de sus bestias.

Fue a replicar, pero la arriera reconoció las firmas de los Señores en la acreditación y se acobardó por si era verdad.

—¿Y ahora cómo sigo yo? —se quejó, señalando la pareja de animales que le quedaban—. Sin caballo limonero no puedo tirar de los otros dos.

—Engancha a un hombre, que es lo que os gusta —se burló Grillo, espoleando su nueva montura.

Ahora a lomos de un mustang alazán, con más genio que una gata mojada, Grillo dejó atrás el camino en medio de una polvareda y continuó hacia el norte sin abandonar la cordillera que lo separaba del Señorío del Metal. Al principio tuvo que pelearse con el bicho porque no habían debido montarlo en años, como solía suceder con los caballos de tiro, pero en vez de corregir su comportamiento como habría hecho una adiestradora de la Sangre, el Buscador hostigó al animal a galopar más rápido cada vez que se rebelaba, hasta que al pobre animal no le quedaron fuerzas ni posibilidad física de pelear contra su jinete. Con la cabeza anclada en el frente y el cerebro bloqueado, Grillo le prohibió bajar el ritmo incluso teniendo el bocado todo babeado.

El pelempir que llevaba la correspondencia con el Marqués de Sade le seguía desde las alturas y dibujaba una sombra fugaz sobre el suelo. De no ser por las pisadas que le devolvían a la realidad, el Buscador habría jurado que ellos también volaban sobre el camino. Tenía que reconocer que el mustang tenía empuje, pero pronto se dio cuenta de que el animal era un pedo y perdió todo el fuelle que había conseguido en los últimos kilómetros en cuanto se levantó un poquito el terreno.

Tenía el pecho manchado de espumarajos de baba y el pelaje oscurecido por el sudor. Extenuado, se limitó a caminar, a pesar de las patadas en los flancos que le clavaba Grillo. Se dio cuenta de que tendría que dejarlo descansar si no quería cargárselo como al caballito granadino y quedarse tirado en medio de la nada.

El territorio no había cambiado especialmente desde el último pueblo que visitó en la falda de la Tramontana. El bosque templado estaba repleto de árboles frondosos como el haya o el arce, pero Grillo prefirió atravesarlo por zonas más claras porque había escuchado que el oso pardo y el lobo habitaban por aquellos lugares. Mientras tanto, el turbante le protegía la cabeza del calor o el cuello del frío según se lo colocara.

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