Capítulo 3. Veracruz

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Buscador de la Tierra

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Buscador de la Tierra

Tenía la honra lo suficientemente alta para no coger el indulto y largarse, y el linaje lo suficientemente bajo para saber moverse por las calles como las ratillas, sin meter el pie en escándalos.

El humano fue elegido por ser encantador, de lengua artificiosa, el pecho henchido de energía y un abrasador orgullo por su patria. Juró que traería al hipocornio vivo ante la Corte de Aneil Selva y cenó con su familia por última vez, disfrutando de las habas con nueces y albahaca mientras le arropaba el calor de la chimenea. Sus padres, encorvados por el peso de los años, admiraban la acreditación llenos de satisfacción y no paraban de parlotear sobre cómo sería el mundo más allá de las fronteras de la Tierra.

Aquella noche hizo el amor con su mujer después de mucho tiempo. No sabían cuándo volverían a verse, y eso les hacía sentir una especie de responsabilidad por fortalecer el vínculo que los unía para que les durara todo el viaje.

Él la tomó con delicadeza en la oscuridad y se imaginó sus cabellos negros fundiéndose con el aire como el hollín. Sus caderas medían exactamente la distancia que recordaba; cuando las rodeó con sus manos sintió que encajaban a la perfección en su engranaje. Su tez veracruzana parecía hecha de miel, pero sus ojos reflejaban el mismo dulzor que un trozo de corcho.

Se tumbaron uno al lado del otro en un silencio extraño, como si acabaran de pasar por un ritual delicado. Él cogió una botella de pulque que había en una bandejita de latón y le sacó el tapón. Ella tenía la mirada perdida en el frente; sentía esa calma liviana que antecede a una gran desolación.

—¿Cómo viste a Aneil?

—¿Hm?

—El otro día. En Lima —añadió ella.

—Preocupado. ¿Me pasas el vaso?

Se sirvió un chorro de pulque.

—¿Es tan serio como dicen? ¿Cómo era su palacio? ¿Tenía cortinas de tinte verde Scheele?

—Es un hombre normal. De origen indígena, cara sensata. No sonrió en ningún momento y mencionó varias veces lo afligidos que estaban por la muerte de Sagastta, que nadie sabía quién metió al hipocornio en las caballerizas de Alamand. Las cortinas eran rojas.

—Ay. Yo no sé qué chingados le pasa a todo el mundo con el Sagastta este —bufó ella—. ¿Sabes lo que dijo un día? Que lo que necesita la humanidad, es que queramos al resto de personas igual que queremos a nuestros familiares —se enfadó—. ¡Viste! ¡A esos gringos, hijos de la fregada, voy a querer yo...! Qué señor. Estaba para darle de comer aparte.

—A mí me parecía un tipo interesante —opinó Tonatiuh—. Le eligieron como rey Ecuménico porque fue un gobernante ejemplar en Leipzig. Padre siempre decía: "Ese señor tiene una razón que se mata". Y pues mira ahorita. Se ha matado.

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