Capítulo 6. Madrid

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Buscador de la Tierra

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Buscador de la Tierra

A medida que Tonatiuh se iba acercando a las inmediaciones de Madrid, la afluencia de personas por los caminos aumentó como los salmones remontando los ríos.

Madrid era uno de los puntos de intercambio de mercancía más al norte del Señorío de la Tierra, por lo que estaba más cerca de La Costura y permitía sacar las cargas más rápido hacia otros territorios. Y no solo salían los productos nacionales, sino que entraban todos los que llegaban del resto del mundo para abastecer al continente.

Pero los productos nacionales tenían su propio meollo. Cada mes, los cabezas de familia de cada pueblo se acercaban a vender sus mercancías como una avalancha verde, cuanto menos maduras mejor, porque estarían mejor preparadas para el viaje que les esperaba. Era una carrera a contrarreloj para lograr que las verduras llegaran a los confines de todos los continentes antes de que se echaran a perder, muchas veces secas, otras en conserva y otras todavía pegadas a la planta.

Únicamente en los rincones más alejados del mundo, donde las frutas y verduras no podían llegar o llegaban de manera insuficiente, se permitía vivir a algún ciudadano del Señorío de la Tierra para que cultivara pequeñas parcelas y estableciera su negocio. Eran unas condiciones de vida bastante duras: siempre en solitario, siempre dependiente de su patria originaria y siempre en estado de enemistad con tus alrededores. Los pedacitos de territorio extranjero dentro de cada Señorío eran lo que se llamaba «tierra hostil».

La muralla de la ciudad fue creciendo cada vez más rápido, a medida que Tonatiuh se acercaba. Por encima asomaban los tejados apuntados de las catedrales y los palacetes.

Llegó a la entrada y detuvo el caballo en el abrevadero, a la sombra de una gran morera. Observó a los que iban llegando.

Una hilera de hombres arrastraba cada uno una carretilla pequeña detrás de sí, cargada de hortalizas, frutas, herramientas y alpacas hechas de restos de desbroce. El guardia que custodiaba la puerta, vestido de uniforme verde y armado con una vara de metal, avanzó un paso y se situó frente a la cuadrilla.

—Deteneos un momento, señores —voceó—. Hemos recibido un aviso de que llegaría un cargamento de miel en un grupo grande de carretillas.

—¿Cómo? —se desconcertó uno—. ¿Miel de colmena?

—¿A vos qué os parece? ¿O acaso la miel brota de un diente de león? —gruñó el guardia.

—Nozotro no hemo visto miel en la vida —se defendió otro campesino, apoyando la carreta en el suelo—. No zabíamo ni que ze podía comprá.

—Es que no se puede comprar —contestó fríamente.

Luego se limitó a avanzar entre las carretillas en silencio, metiendo la mano entre los calabacines y levantando los melones para indagar debajo en el fondo.

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