6. LA IDENTIDAD DEL ESPÍRITU NEGRO

4.5K 329 87
                                    

Ese domingo la ciudad amaneció con la primera tormenta veraniega. Desde mi balcón tanto la montaña oriente como las piedras del Sochule permanecían veladas por el torrente que colapsaba. Había tronidos y relámpagos, y lo peor era que pese a ser las diez de la mañana, la localidad estaba renegrida cual si a la noche se le hubiese olvidado partir.

Juzgué propicio enfundarme en un atuendo afable que hiciera frente a la incómoda frialdad que se cernía por todos lados, pero, aún así, el frío me seguía tentando. Como es de suponer, apenas si había dormido. En lugar de eso recuerdo que recé cuatro veces los misterios Gloriosos en aquella madrugada, y aún así, el miedo no menguó ni un poco.

Para olvidar los horrores que había presenciado me obligué a pensar en Ric y en la nota que me había dejado en la libera, «tu guardián», decía al final. Algo tan simple como eso me tenía vuelta loca, y es que si tomamos en cuenta los tiempos actuales, donde la fama de las jovencitas consiste en la cantidad de chicos con los que ha salido, sumado por los otros tantos con los que se ha acostado, y aquellos desafortunados a los que ha rechazado, mi reputación en popularidad era mucho más vergonzosa que el hecho de pertenecer al coro de una pequeña capellanía donde únicamente asistía para escapar de la vigilancia de mi padre machista cuya mentalidad era tan anticuada como la edad de las montañas. Resumiendo de forma sencilla, en indicadores de popularidad yo era una vil pusilánime que jamás había recibido, ni de por equivocación, una cartita de nadie. Mucho menos de uno de los chicos más guapos de la Preparatoria Benemérita del Ilustre Juan José Arreola.

—Vamos, Sofía... solo es una nota de consolación —me dije, intentando ser elocuente...

Porque sí, de vez en cuando solía ser elocuente en mi proceder de la vida. Incluso conocía las reglas básicas para ser lo menos odiosa posible: observar, reflexionar y callar (sobre todo cuando no solicitan tu opinión). Con el tiempo aprendí que las cicatrices son tatuajes para recordarte cuán fuerte eres, que las lágrimas son las mejores aliadas para acompañar a la tristeza, y que la soledad no siempre es tu mejor amiga cuando tienes la necesidad de ser escuchada.

«Un espíritu del inframundo vendrá esta noche por ti», me recordó una imprudente vocecilla en mi fuero interno. «Piensa lo que harás para enfrentarte a ello y deja de pensar en tu "guardián"».

Reflexionando en ello estaba cuando mi madre abrió la puerta de mi habitación y asomó su cabeza para decirme: «Tu padre llegó».

—¡Dios! —atiné a exclamar sin mirar a la puerta—...sí... mamá... bajo enseguida.

Antes del Mortusermo nunca hubo nada que me asustara tanto como tener a mi padre en casa. Y no era para menos. Desde la muerte de mi hermano menor, hacía casi una década, papá había hecho del alcohol un estilo de vida. Su irrefrenable deseo por las bebidas embriagantes no sólo le había hecho perder su empleo en el despacho contable donde había laborado por más de doce años, sino que también le había hecho perder algo mucho más valioso y fundamental para su existencia, su propia identidad. Ahora se dedicaba a cortar aguacates en los estados de Jalisco y Michoacán, y eran precisamente en las temporadas en las que se ausentaba cuando nuestra casa parecía brillar como árbol de navidad. Durante sus ausencias se sentía una endulzante libertad propia de un recluso que se ha liberado de su cautiverio. Y ahora mi padre había vuelto a casa...

Bajé al vestíbulo en cuanto me até el cabello en una cola. No me podía presentar ante él despeinada a menos que estuviese deseosa de una buena represalia. Esa mañana llegó empapado de agua a raíz de la tormenta, su abrigo estaba tendido en el suelo y su mirada puesta en el espejito del vestíbulo. Gonzalo Cadavid era alto y fuerte, de tez clara y acartonada, y tan pronto notó mi presencia giró su barbado mentón hacia mí para mirarme.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Where stories live. Discover now