26. BESOS DE SANGRE

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Como era día de ensayo en el coro, mi madre no se opuso a que marchara a la capellanía con Estrella Basterrica. Lo que mi madre no sabía es que esa semana no iba haber ensayo porque mis compañeras de coro estarían en cursos introductorios para la catequesis. De todos modos prometí volver pronto para arreglarme y estar a tiempo en la cena con mi novio demoniaco. Cuando llegamos a la capellanía de Santa Elena de la Cruz, Estrella y yo advertimos que Ric estaba asomando su cabeza por el umbral de la Casa de Pastoral.

Cubierto por una gabardina negra de medidas prolongadas, una bufanda blanca y un gorro oscuro de lana, el muchacho corrió, cual alma que lleva el diablo, hasta nosotras en cuanto nos avistó. Nos tomó de la mano a cada una y nos condujo al interior de la casa. Los cinco metros que distanciaban el estacionamiento de la Casa de Pastoral bastaron para dejarnos empapados. Y es que la lluvia no quería cesar.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando advertí que la puerta de la estancia estaba partida por mitad, mientras que los floreros y cuadros que colgaban del estrecho pasillo de la entrada estaban dispersos y manchados por humo.

—¡Ric! ¡Ric! ¿Por qué actúas como un psicópata? —le recriminó Estrella mientras él nos dirigía a toda prisa a la habitación de Joaquín.

—¡Alfaíth estuvo aquí! —exclamó con palabras atropelladas. El corazón comenzó a latirme con un terror abismal—. ¡Se apareció hace menos de diez minutos buscando a Joaquín, es decir, a Zaius! Él sabe que Zaius está en el cuerpo de Joaquín y vino a matarlo. ¡Cuatro miembros de la orden de Balám venían con él! Cuando Rigo y yo llegamos nos percatamos de que los límites de la capellanía de santa Elena estaban repletos de tinieblas. Se oían gritos y tronidos por doquier. Cuando me logré parquear todo había pasado ya. Sin embargo, eso no evitó que ocurriera algo espantoso: Alfaíth mató al padre Mireles.

—¡¿QUÉ?! —grité con horrífica entonación —. ¡¿Lo mató?! ¡NO! ¡NOOO!

Cuando llegamos a la habitación de Joaquín mis emociones estaban desbordadas. Allí estaba Zaius, con la mitad de la cara ensangrentada, arrodillado junto a la cama donde yacía el cuerpo inerte del padre Mireles. Rigo, a su vez, estaba sentado en el rincón, rezando.

—¡Padre Mireles! —clamé corriendo hasta él, abandonándome a un amargo llanto—. ¡Oh, padre Agustín Mireles! ¡Qué gran injusticia ha cometido hoy Dios con usted!

Allí, abrazando los restos del anciano sacerdote, sentí que Ric se me acercaba y posaba sus manos sobre mis mejillas. Sin mirarlo supe que era él por su inconfundible aroma penetrante. Posteriormente sus labios se aproximaron a uno de mis odios para decirme algo como «mi niña hermosa, estoy aquí». Después me besó la nuca y sus dedos procedieron a acariciarme mi pelo.

—¿Cómo sucedió? —quise saber, con un hilo en la voz. Zaius continuaba orando en una lengua que no era latín—. ¿Por qué tiene el Padre Mireles la cara negra y esas horribles venas rojas que lo tiñen en el cuerpo?

—La maldición con la que lo mató Alfaíth es muy perversa —murmuró mi ángel cuando finalmente pausó sus oraciones y elevó su cándido rostro para mirarme. No llevaba puesto sus lentes de contacto, y ahora sus ojos azules me observaban con demasiada intensidad—. Alfaíth maquinó un plan para asesinarme y Mireles me defendió. ¡Ayer Alfaíth supo quién era yo! Pero eso tú ya lo sabes. Durante el día de hoy debió de buscar respuestas para sus preguntas hasta corroborar que yo no era tan poderoso en este cuerpo. Se armó de valor y vino con sus subalternos con la intención de darme muerte. ¡Derribó la puerta de la capellanía y entró con sus discípulos! Por fortuna, cuando él estaba llegando pude oler su aura a distancia y anticipé sus movimientos. Los saqué de la Casa de Pastoral y allí en el atrio de la capellanía sucedió todo. Alfaíth no me preguntó ni me dijo nada, sólo quería matarme. Sus cuatro discípulos le flanqueaban cuando comenzó a conjurarme ataques de destierro y conjuros de la magia más oscura que se ha descubierto hasta ahora. Como pude traté de defenderme, pero aún estaba debilitado como consecuencia de mi desintegración del día de ayer para poder hacerlo con donosura. Durante la pelea, por orden de Alfaíth, ninguno de sus acompañantes me atacó. Quería ser él mismo quien me eliminara. Y entonces apareció Mireles, con la espada cruzveriatal (llamada así porque posee en su interior un trozo de la vera Cruz de Cristo que Santa Elena encontró en el siglo III en tierra santa) y lo atacó. Yo no pude hacer nada. —Se lamentó con lágrimas en los ojos—. El buen sacerdote no se imaginó que Alfaíth no era de la clase de espíritus con los que había estado acostumbrado a pelear. Él no previó siquiera que Alfaíth era un brujo negro con poderes que evocan de las marcas de sus manos. No anticipó que Alfaíth lo mataría en un segundo con un maleficio «mortum festinate», es decir, una muerte inmediata.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora