16. DÉJAME ENTRAR

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— Por Dios, Ric, detén tu auto! —exclamé airada cuando éste me llevaba a bordo de Sebastián a una velocidad que se podría juzgar como aterradora—. ¡El padre Mireles me pidió que lo esperara en la Casa Pastoral, debo de obedecerle!

—El padre Mireles podrá decir misa —respondió el interpelado, aferrando el volante con severidad. Luego reflexionó—; Obvio dice misa, es sacerdote, lo que quiero decir es que puede decir lo que se le pegue su beata gana, mas soy yo quien salvaguarda tu seguridad y no él, por tanto he juzgado conveniente traerte conmigo.

—¡Pero Ric, no me puedes hacer esto, debo y quiero ir a mi casa!

—He dicho que vendrás a la mía —determinó de nuevo, con el ceño fruncido y una tonalidad que se me antojó inapelable.

—¡Prácticamente me estás secuestrando! —reclamé, con lágrimas en los ojos.

No podía imaginar lo que ocurriría si no llegaba a mi casa. Aunque mi padre aún estaba ausente, sabía que al día siguiente podría llegar en cualquier momento.

—¿Sabes cuántas morirían porque Ricardo Montoya las secuestrara, Sof? —me preguntó sintiéndose ofendido. Un relámpago que se extendió sobre el cielo hizo brillar la bóveda celeste, las pequeñas casas que pasaban a nuestros costados y las calles solitarias.

—¡Yo moriré pero a manos de mi padre si no llego a casa a dormir! ¿Eso quieres?

—Es más probable que un espíritu del inframundo te mate a que tu padre lo haga —sentenció—. En lo que concierne a él, todo está resuelto. Jamás debes de dudar de la efectividad de Estrella Basterrica. Confío en que justificará tu ausencia convincentemente.

¿Era posible? ¿Cuál sería su artimaña esta vez?

—Ric, no me hagas esto, por favor —imploré, tratando de encajar mis ojos en sus afiladas mejillas. Pero él no me miraba.

—¿Hacerte? Vamos, nena, aún no te he hecho nada. —Vi un deje de picardía en su maliciosa sonrisa—. Al menos no por el momento —me desafió.

El aspecto de esa noche era terrible: caía una tormenta eléctrica. Todos los confines estaban siendo atacados por los rayos bravíos que, para mi pesar, hicieron que la energía eléctrica colapsara en toda la ciudad. Los faroles dejaron de estar encendidos, y todas las casas quedaron en la completa oscuridad.

Además, no podía quitarme de la cabeza la imagen del hombre encarnado atacando al desdichado seminarista Joaquín Rentería. ¿Estaría bien? ¡Pobre muchacho!

—¿Cómo justificarás mi presencia en tu casa? —intenté persuadir a Ric de nuevo. Mis dedos se enredaban entre los cabellos de mi cola de caballo mientras el corazón me cimbraba pesaroso.

—Ya te dije que Severo Montoya está de viaje. Y bueno, Mauri estará con su novia. Por la servidumbre ni qué decir; como soy un patrón benigno les he dado la noche libre.

—¿Qué quieres decir con eso? —me urgí a preguntar tan pronto me vi perdida.

—Que esta noche en la mansión Montoya estaremos solos tú y yo, Sofía Cadavid.

Me fue difícil distinguir la mansión Montoya entre tanta neblina. Mis piernas estaban congeladas y ese detalle me recordaba que eran precisamente durante las temporadas de frío cuando más odiaba usar faldas. Pero mi padre insistía en que una señorita decente jamás debía de utilizar pantalón...

A los cinco segundos posteriores de que Ric saliera del auto yo lo hice también.

—Se supone que debías de esperar a que yo te abriera la puerta, Sof —me regañó. Desvié mi vista hacia un sitio donde no tuviera que encontrarme con su perfecto rostro, queriéndole dejar con el ademán un claro mensaje de que estaba allí pero en calidad de protesta.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Where stories live. Discover now