11. PRINCESA DE LA MUERTE

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Estaba tirada de bruces, desnuda, en lo más hondo de un pozo bordeado por tinieblas y el más pestilente de los aromas. Como banda sonora unos funestos cánticos gregorianos repercutían allí dentro, seduciendo a las sombras como una amante que busca ser correspondida.

Entretanto, una serpiente en forma de lumbre nació de la fecundación del dolor y la agonía de la atmósfera, circunvalándome con el único propósito de mantenerme en cautiverio. No se me pregunte cómo, pero sabía que ese lugar no era el expiatorio, sino la primer parada adonde van los muertos antes de descender a él.

Estaba tan fatigada que me era imposible tratar de incorporarme sin que el peso del cansancio me devolviera a aquél suelo pedregoso. Aun si el fuego estaba a escasos metros de mí, mi cuerpo desnudo estaba tan helado que parecía que fragmentos de hielo se derretían en mis huesos. Dolía, dolía mucho, y no había nada que pudiera hacer al respecto.

Por todos lados oía el repugnante sonido de los cánticos gregorianos, aunados a esa insoportable sonoridad, el chillido de muchos bebés cuya desesperación hacía pensar que estaban sufriendo. Entre el sonido de los cánticos y el de los bebés, fue el último el que me inquietó y me despertó mis ansias de poder sentarme para identificar de dónde venían los chillidos.

Vi que al otro lado del fuego había una hilera de niños recién nacidos, desnudos y llenos de granos con pus, lloraban con tal sufrimiento que parecía que estaban siendo atormentados. Como me percaté de que estaban a punto de ser alcanzados por el fuego, aun si estaba a merced de la lasitud, corrí hasta ellos para socorrerlos, saltando por arriba del círculo de lumbre.

No a bien me hube a medio metro lejos de la serpiente de fuego, uno de los bebés elevó su cabeza. Abandonándome al más absoluto de los terrores, me di cuenta que tenía el rostro tan carcomido y arrugado que parecía un anciano en estado de putrefacción. Lancé un chillido colmado de pavor y retrocedí, abandonando la posibilidad de rescatarlo, sobre todo cuando noté que el resto de los recién nacidos se levantaban con el mismo garbo que el primero, y que tenían sus rostros igual de pavorosos que él.

Sus ojos eran tan negros e insondables como el abismo. Podía ver en cada uno todo el odio contenido dentro de sí. Incluso llegué a tener la sensación de que el diablo mismo me miraba a través de ellos.

—¿Me salvas? —me dijo uno de los bebés con una voz tan áspera y cruda que era imposible creer que se trababa de un recién nacido, comenzando por el hecho de que los bebés reales no hablan y mucho menos caminan.

—¡No eres real! —le contesté con un grito, buscando en mi entorno una posibilidad para correr.

El bebé demoniaco me sonrió de manera perversa.

Tú eres nuestra, princesa de la muerte; estás en nuestro templo —dijeron todos al unísono, a la vez que marchaban hacia mí.

¡Eran demonios! ¡Definitivamente lo eran!

Como pude traté de huir despavorida, mas mi intento se vio interrumpido cuando sentí un punzante dolor en los talones. Al mirar hacia el suelo advertí que delgados clavos del tamaño de mis dedos estaban tapizados por toda la superficie cual si fuese una alfombra. Mis pies se habían encajado en ellos y la sangre no había podido contenerse, tras lo cual se tiñó el suelo de rojo.

Aquél tremebundo dolor fue tan intenso que me desquicié. Los demonios transfigurados en bebés deformes se abalanzaron sobre mi regazo y me tumbaron a la alfombra de clavos, produciendo que mi espalda y cabeza se encajaran en ellos. Grité de dolor al sentir cada una de las incisiones y la sangre caliente brotar y diseminarse por mis costados, al tiempo que las garras de los demonios me arañaban y me halaban el pelo con odio, en tanto la serpiente en forma de fuego adoptaba la apariencia de una ola que estaba pretendiendo abrazarme.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora