23. EN EL BORDE DE LA TORRE

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La luna siempre me pareció el astro más hipócrita y vanidoso de cuantos existen en el universo porque, aun sin tener luz propia, brilla con gloriosa presunción cada noche sobre el firmamento siempre que las nubes no intervienen entre su resplandor y su figura. Hace suya la fama del sol y resta honor al parpadeo de cada una de las estrellas. Concede luz al mundo cuando ella misma no posee refulgencia.

Le guardaba rencor porque de niña la había acogido como mi hermana, como aquella amiga congelada que aun sin hablar parecía escucharme atentamente a través de mi ventana, mirándome desde su confín y abrazándome con el halo de su sublime claridad. Pero ella no siempre había estado allí. Hubo períodos en que se escondía detrás de las nubes o de la misma negrura tan propia de la noche, quizá para no escuchar mis secretos. Allí me había dejado sola ante un mundo que jamás me comprendía.

Luego volvía a aparecer en lo alto de los cielos sin preguntarme nada, exultante y soberbia. No obstante, aunque fuese en fase nueva o en fase llena, nunca me habló.

¡Cuánto odiaba a la luna! Y más aún aquella noche en que su ausencia provocó que mi querido ángel luciera menos luminoso. De todos modos él me pareció más diáfano, sincero y radiante que cualquier otro lucero. Mi pecho ardía por dentro, y sus llamas se esparcían con presteza por el resto de mi cuerpo, encendiendo células, sangre, carne y piel.

Zaius hizo una genuflexión cuando se hubo a centímetros de mi figura y besó con devoción las yemas de mis dedos. Su contacto con mi piel me provocó la sensación de que en cualquier momento me derretiría. No era propio de los ángeles reverenciar a una simple mundana. Pero allí estaba él, cual noble caballero, postrado ante mí, atestiguando el incesante temblequeo de mi pecho y la ardiente emoción que regodeaba mi cuerpo.

Cuando juré nunca más llorar, una lágrima escapó de mis ojos, y ésta misma fue atrapada por los dedos de mi ángel cuando se incorporó, antes de que sus manos arroparan a las mías con su calor. Sus ojos hicieron quebrar a los míos cuando se encontraron, y allí me di cuenta de que éstos no eran azules. Recordé el apuro de mis amigos por querer averiguar el color de ojos de Joaquín: le habían colocado a mi Liberante lentes de contacto de color marrón para ocultar el azul eléctrico de su verdadero iris.

Aún así se me antojaron brillantes y hermosos. Los repiques de las campanas anunciando la segunda llamada coincidieron con las irrefrenables palpitaciones de mi corazón. Me sentía abstraída, conmovida, enfebrecida y alucinada. Mi razón sabía que mis fuertes sentimientos hacia él se debían a que estábamos sellados el uno al otro por medio del Mortusermo, y que quizá estos poderosos lazos de afecto se romperían una vez que el juego hubiese terminado. Sin embargo, la porción más sensible de mi discernimiento me aseguraba que esto era más fuerte que un simple juego; llamémosle fortuna o casualidad, no destino, porque el destino es incierto. Aspiré oxigeno y me insté a controlar mis emociones antes de que mi Liberante hablara.

—Te vagy a fényem a sötétség között —me dijo en húngaro, manteniendo el singular matiz afable de la voz de Joaquín.

«Tú eres mi luz entre tinieblas», logré traducir sus palabras, y agradecí que entre las facultades con las que me había dotado el inicuo Mortusermo estuviera el de poder interpretar la lengua materna de mi Liberante.

—Te vagy a napfény —respondí con fluidez, esperando que comprendiera, «Tú eres la luz del sol».

Un helado vientecillo azotó sobre nosotros improvisadamente. Los mechones castaños que cubrían la frente de Joaquín se revolvieron momentáneamente hasta que el ambiente amainó. Fue allí cuando caí en la cuenta de que mis amigos me colindaban. Entonces, avergonzada, retiré abruptamente mis manos de mi ángel y me volví hasta mis otros acompañantes para leer sus expresiones y deducir lo que pensaban.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Where stories live. Discover now