28. EL COMIENZO DE UNA NOCHE ETERNA

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Cuando Joaquín despertó y me miró a profundidad con sus ojos avellana llenos de temor y confusión, me sentí un tanto pesarosa. Me avergüenza confesar que sentí un rechazo inmediato hacia él. Y es que él ya no era Zaius. ¡Él ya no era mi ángel! Pálido, frágil y marchito, se incorporó del suelo, naturalmente trastornado, pronunció un par de veces el nombre del padre Mireles y se alejó de mí, sin mirarme, internándose, según intuí, a la habitación del sacerdote difunto. Sin saber cómo obrar, atiné a sentarme en uno de los sillones de la sacristía y contemplé la bóveda de crucería.

Ric había salido de la iglesia ansioso de oxigeno y, en lo que concierne a Estrella y a Rigo, ambos se habían inmerso en la tarea de recoger los cristales de las lámparas rotas, acomodar las bancas delanteras y limpiar el desastre que había dejado Alfaíth y los suyos en el pasillo de la Casa de Pastoral y Ananziel en el interior. Puesto que mi querido confesor estaba muerto, procuré encontrar consuelo en mis buenos recuerdos con él.

—Sof —me habló Ric cuando se apareció en el umbral, extrayéndome de mi introspección—. Joaquín piensa que debemos de partir antes de que alguien se percate de lo sucedido. Agentes Inquisidores no tardarán en darse cuenta de que magia negra ha matado al sacerdote y... no deberíamos de estar aquí. Otros se encargarán de darle sepultura.

Asentí con la cabeza resignada pero me negué a mirarlo a los ojos.

—Yo... lo lamento de verdad, Ric... lo que Ananziel te hizo —susurré afligida.

—Olvida eso —suspiró. Se acercó al sillón y se sentó junto a mí, posando una de sus manos en mi frente—. Me gustó pensar que me besabas por tu propia voluntad.

Me sobrevino un profundo deseo de que no hablara sobre ello.

—¿Te duele algo? —quise saber, mirándolo por primera vez. Aún estaba pálido, pero ni siquiera eso restaba apostura a su delineado rostro. Meneó la cabeza como negativa, esbozando una media sonrisa—. Ric... llévame contigo. Si voy a mi casa... Alfaíth estará allí y yo... —Interrumpió mis palabras robándome un precipitado beso en la boca. Un beso sencillo, preciso... indeleble.

Sin ser consciente de que me había dejado sin aire, Ric se incorporó y fue hasta donde Rigo y Estrella. Relamí mis labios ardientes para degustar lo que me quedaba de su sabor y me asustó pensar que sus besos me hacían sentir ansiosa de sí.

—Vamos a reunirnos todos a medianoche en mi casa —les dijo Ric a los otros dos, segundos después—. Descansen, mientras tanto, porque después el Mortusermo nos estará esperando. ¿Quieres que vaya por ti, Basterrica?

—Me las arreglaré para manejar yo misma el auto —le oí decirle.

—Es peligroso que andes sola en la madrugada, Estrella —le hice saber cuando decidí añadirme en la conversación, acercándome a ellos.

—Yo iré por ella —se acomidió Rigo mientras cargaba una pesada banca sobre sus anchos hombros para depositarla en su lugar de origen.

Estrella pareció contrariada y luego observó a Rigo con irritación.

—¿Perdón? —exclamó desairada.

—Te perdono —respondió él secándose el sudor de su frente con la punta de sus mangas.

—¡No seas payaso! —berreó Estrella con las manos en la cintura—. Sabes lo que quiero decir. ¿Quién te dijo que necesito que pases por mí?

—Tal vez no me expliqué bien, elotito necio echado a perder —gruñó Rigo con severidad, acariciando su piercing—. Yo pasaré por ti. No fue una pregunta, ni tampoco te estoy pidiendo permiso ni mucho menos tu opinión.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora