33. EN EL EXPIATORIO

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Los gritos de tortura procedentes de espíritus que no veía se intensificaron, y el remolino furibundo que me llevaba en su núcleo hacia quién sabe dónde me precipitó sobre un inmenso charco de lodo, aguas saladas y excremento. La fetidez me provocó agruras y deseos intensos de vomitar. Estaba mareada, con el estómago revuelto, la piel curtida y mis ojos ardían.

Voces ambiguas azotaron en mis oídos en tanto el frío me arremetía. Era tan helada la sensación que sufría en aquél lugar que creí que mis huesos se congelarían y se quebrarían si intentaba flexionarlos. Ventarrones igual de fríos me sacudieron y me lanzaron de espaldas. Y los gritos no cesaron. Con esfuerzo magnánimo me levanté y comencé a correr, pero la tremenda presión de los vientos frenaba mi camino. Aún así luché por avanzar. Por un momento no conseguí discernir las veredas por las que iba, puesto que la neblina y partículas blancas se enterraban en mis ojos.

—¡Dios mío... socórreme! —exclamé, pero mi voz quedó sepultada bajo el sonido de los aires y los gritos de las ánimas de aquél purgatorio.

¿De dónde procedían los lamentos? ¿Habría barrancos en mis flancos ocultos por las tinieblas? ¿Moriría si caía a uno de ellos? Aquella atmósfera gélida no distaba mucho de ser tóxica, asfixiante y extremadamente sofocante. Comparé aquellos parajes con los que habría en la Antártida en un crepúsculo nocturno durante una tormenta de nieve.

De pronto los confines comenzaron a parpadear, como si la escasa luz que había titiritara. Estallidos estruendosos estremecieron los suelos y partieron los cimientos donde estaba parada. Los nubarrones se extinguieron de inmediato y se desnudaron ante mí seis veredas serpenteantes que llevaban a puertas que parecían de cobre, a juzgar por su color, mismas que permanecían cerradas. Cada vereda era lo bastante angosta para que pudieran caber mis dos pies. Quizá por ello me sobresalté. Cabe destacar que en las profundidades no había nada salvo oscuridad.

—¡Corre! —me advirtió una voz lamentosa—. ¡Atraviesa una de las veredas antes del toque de la primera trompeta! ¡Si encuentras en el camino espíritus condenados, no les digas tu nombre y tampoco les hables! ¡No les mires las pupilas o te arrancarán la piel! ¡Cuida que no te saquen los ojos de los cuencos, ni los dientes ni tu lengua de la boca! ¡Tus ojos son el espejo de tu alma, si permites que te los vean sabrán que estás viva y querrán apropiarse de tu cuerpo!

—¿Quién eres? —grité asustada a la voz que me advertía.

—Soy tu vida. ¡Corre!

De las seis veredas, de izquierda a derecha, elegí atravesar la segunda, la que me pareció menos sinuosa. Como el miedo a caer al vacío me impedía maniobrar con destreza, me obligué a mirar lo que se suponía era el cielo, y casi muero de un infarto al advertir que todo el firmamento estaba tapizado de fuego ensangrentado con cabezas de demonios que salían y se escondían, cuyas lenguas eran semejantes a las de una serpiente y sus cuernos a los de un macho cabrío. No comprendo cómo fue que las logré distinguir si estaban a una distancia muy remota, pero juro que lo hice con perfecta claridad. Decir que los demonios eran espantosos y repugnantes no hace justicia a su verdadera fisonomía.

—¡Padre Misericordioso, apacienta mis temores, por favor! —imploré.

Sin poder contenerme volví a temblar, pero insistí en avanzar con valor. Quise gritar de la desesperación que sentía en mi pecho, pero recuperé la entereza y recorrí lo que asumí eran más de veinte metros hasta que finalmente llegué a la puerta.

Al estar frente a ella repararé en que tenía tallada una cruz ansada de color oro (el travesaño, en lugar de ser alargado y firme como cualquier otra cruz, formaba un ovalo hacia la parte superior). En realidad aquella cruz ansada (anj) era un jeroglífico egipcio que simboliza la vida: el signo al que se le atribuye la resurrección y la inmortalidad. Justo en ese momento recordé haber leído que en la antigua egipcia solían colocar en los labios de los reyes muertos una cruz como esa, como símbolo de la vida eterna. Más adelante creerían que la cruz ansada era una llave para abrir las puertas del inframundo que los llevaría a la inmortalidad. Cuál sería mi sorpresa al descubrir que mi retribución dorada tenía nada menos que esa misma insignia en una de sus caras mientras que en la cara posterior rezaba una leyenda en latín que decía:

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Where stories live. Discover now