7. LA MIRADA DEL ÁNGEL

3.1K 298 55
                                    

Al tiempo que encajé la llave negra en la cerradura, una pesada electricidad recorrió mis dedos, de modo que tal energía penetró en las venas de mi sangre, conectándose todas entre sí, hasta que, en medio de un tremebundo dolor, sentí que algo muy pesado se desprendía de mi cuerpo y caía hasta el fondo del abismo.

Al levantarme entendí que estaba en el gran umbral del expiatorio, otra vez: el Trinente custodiaba la boca de la caverna, que hacía las veces de la entrada, y una vez que me exigió dejar mi carne, huesos y sangre allí para que yo pudiera pasar, los demonios que lo acompañaban se abalanzaron sobre mí y me hicieron pedazos. Al abandonar mi cuerpo, mi espíritu penetró al expiatorio, notando que éste no era igual que la última vez. Ahora había cielo, y éste estaba teñido de rojo sangre; una sangre que goteaba y carcomía lo que tocaba.

¡Por Dios! Tan pronto corroboré que mi teoría era cierta, que las rocas dispersas se disgregaban al contacto de las gotas de sangre que caían de cielo, huí despavorida a un sitio donde ocultarme.

—¡Excimiente! —me llamó la voz de una mujer que no logré ver—. Escóndete en las montañas negras que bordean el camino. Es la hora en que la sangre de los muertos lloverá desde los cielos. Quema y hace padecer; no permitas que las gotas te toquen o te desintegrarás.

Aterrorizada, corrí hacia las únicas montañas que vi cerca. Éstas eran negras, hechas de piedra desquebrajada que soportaban en lo alto torres del mismo color. Con razón no había nadie en los caminos, todos los espíritus debían estar ocultos para evitar que la sangre los quemara. Presentí que Ric y mis Intercesores estaban del otro lado de mi espíritu, el primero vigilando que ningún espíritu escapase a través de mí y los segundos, con sus conjuros, protegiéndome de todo aquello que pudiese causarme mal.

Ese sitio era un lugar inmenso, con caminos serpenteantes atestados de tierra rojiza y árboles robustos en cuyas ramadas se enroscaban docenas de serpientes oscuras con cabezas en la cola y al frente. Puesto que estaba desnuda y sin calzado podía sentir cuando las piedrecillas filosas se incrustaban en mis talones. Conforme pasaban los segundos, la sangre que flotaba en lo alto del cielo se escurría más. El sonido de truenos y relámpagos me advirtieron que si no era lo bastante hábil para resguardarme cuanto antes, sería disuelta con la sangre. Mi corazón estaba desbocado, y por más que corría, se me hacía casi imposible llegar a las cuevas de la montaña más próxima. Cuando por fin alcancé la montaña de mi objetivo, trepé con premura hasta mirar una cavidad en la que penetré para ocultarme.

Y entonces lo vi. Ahí estaba mi ángel, escondido en el fondo de aquella cueva de piedra, encogido, con su cabeza oculta entre sus rodillas, y su cabello largo y platinado esparcido por entre sus pómulos. Él era tan blanco como el mármol, y aún entre las tinieblas, sus ojos azules brillaban con tanta refulgencia que parecían luceros bajados del cielo.

—Te faltan alas para volar, bello ángel —le dije.

Cuando se incorporó un poco, noté que él estaba desnudo. Se había asustado por mi repentina llegada, pero luego se tranquilizó al reconocerme y se alegró de verme.

—Bendita —murmuró en húngaro, con una dulce

voz semejante a la que provocaría la miel al hablar. Me observaba con cuidado las heridas de mis pies—. ¿Te hiciste daño?

—Zaius —atiné a decir, cortado su nombre original, conteniéndome para no llorar tras la alegría de haberlo encontrado. Mi mirada se aferraba a sus ojos cual si en ellos estuviesen almacenados todos mis secretos, mi alma... y toda mi vida.

Deduje que, como el conjuro del beso nos había adherido el uno al otro, me había sido sencillo encontrarlo. Sabía que algo muy fuerte nos tenía vinculados y nos atraía.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Where stories live. Discover now