29. ENTRE LAS LLAMAS Y LA MELANCOLÍA

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No soportaba mirar a mi Guardián en ese horrible estado de shock. Parecía hablarle a su padre en el silencio, mientras borbotones de lágrimas se deslizaban de sus ojos enrojecidos, hundidos e hinchados. Cuán imbécil me sentía allí, impotente, sin palabras que sirvieran de consuelo. Pero no hay palabras de esperanza en tiempos donde no predomina la fe. Únicamente me contentaba con acariciar sus pómulos glaciales, en tanto él se balanceaba hacia adelante y hacia atrás, como acunando a su padre, como si no pretendiera despertarlo de sus sueños eternos.

No prestó atención a Estrella Basterrica ni a Rigoberto León cuando escaparon de la mansión. Ambos chicos trataban de anticiparse a Padre Mort. Ambos habían ido a sus hogares para arrebatarles las vidas a las personas que más amaban.

—Él está dormido —Fue la primera palabra que dijo Ric tras muchos minutos de ausencia en la vida real. Su voz fue menos fuerte que un murmullo, pero más intensa que un soplido. Le acaricié las mejillas de nuevo—. Voy a llevarlo dentro... aquí hace mucho frío... no quiero que mi padre se enferme. Luego... luego iremos a tu casa, con tu mamá.

Volví a asentir con la cabeza, desconcertada. No sabía hasta qué punto Ric estaba fuera de sus cabales. Por un lado estaba convencido de que su padre dormía, (aunque quería creer que muy en el fondo él sabía que estaba muerto) pero por otro lado parecía saber lo que yo tenía que hacer respecto a mi madre. Ric se levantó y, con todas sus fuerzas, cargó a Mauricio Montoya hasta el interior de la mansión. No sé cuánto tiempo trascurrió en el que yo me quedé sentada en el suelo, con mi cabeza hundida en mis manos, hasta que él volvió, con una nueva gabardina, puesto que la anterior la había manchado de sangre.

Ningún empleado había acudido al sitio donde había ocurrido la desgracia. Pensé que el destino muchas veces tiene planes reservados para las personas.

—Él está muerto —dijo al fin. Ya no lloraba, ahora parecía sereno. De todos modos los vestigios de su sufrimiento se asomaban por sus ojos hinchados. Ahora tenía un gesto hermético, una expresión imperturbable. Palabras frías—. Tienes que poder hacerlo con tu madre, Sof. Rigo y Estrella lo harán también. —Supe a lo que se refería, así que asentí.

Abordé el auto sin emitir argumento alguno, y mientras marchábamos rumbo a mi casa me obligué a pensar que cuando amaneciera todo habría acabado. Cuando amaneciera, el juego ya habría finalizado: y el padre de Ric estaría allí, y mi madre... y la madre de Estrella... y el hermano de Rigo... Cuando el alba irrumpiera a la localidad, mi ángel, Briamzaius, ya habría sido liberado del inframundo. El juego de los espíritus estaba terminando. Sólo tenía que hacer mi parte. Tenía que hacer un último esfuerzo.

Pensé en un cuchillo filoso y en cómo me sentiría al respecto una vez que lo tuviera asido a mis manos. Me bastaría con tener el valor para hundirlo en el pecho de mi madre al menos tres veces. Me dije, sin embargo, que morir así debía de ser muy doloroso, muy sangriento también. ¿Habría a caso una muerte que no fuera dolorosa? ¿Cuál era esa? Necesitaba descubrirla en menos de cinco minutos.

En la lejanía podía escuchar las sirenas de las ambulancias y la policía propagándose por entre el viento, y al pensar en la policía traje a mi mente el recuerdo de la pistola que mi padre conservaba en el buró de su habitación. ¿Me sería fácil encontrar las llaves del cajón del buró, tomar el arma y disparar a mi madre en la cabeza? ¿Debería de dispararle en el pecho para mayor seguridad? ¡Maldición! La sangre... pensar en la sangre me causaba repulsión y estremecimiento.

De todos modos, ¿cómo disparar a mi progenitora con mi padre cerca? ¿Qué haría él al respecto? ¿Cómo explicarle que mi proceder se debía a un precepto del Mortusermo? ¿Debía de dispararle a él también para silenciarlo? De hacerlo, mi padre jamás despertaría, porque no era su nombre el que se había escrito en las hojas de la contienda seis.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora