25. RECUERDOS PERDIDOS

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Me despertaron unos desconcertantes dolores procedentes de mis brazos que me hicieron gemir e incorporarme de manera abrupta. Tenía la sensación de que un montón de arañas prendidas en fuego caminaban por mis brazos mientras que otras trataban de enterrarse en mi carne. Sentía un ardor sin precedentes, como si tuviese decenas de heridas profundas en mi piel y en cada una de ellas alguien les esparciese ácido o alcohol.

—¡Ay, nooo!

Tuve que saltar de la cama para revisar el motivo de mi malestar. Así descubrí dos sucesos que me dejaron momentáneamente petrificada: uno, mis dos brazos tenían pequeñas cortaduras con líneas imprecisas cuyas profundidades no merecían puntadas en un hospital: dos, y no por ello menos espantoso, los cuatro muros de mi habitación estaban atestados de espantosas frases demoniacas escritas con la sangre que aparentemente había salido de mis propias heridas, unas en castellano, otras cuantas en latín.

Eran frases satánicas y de invocación que por su peligrosidad y poder diabólico no pueden ser escritas en esta narración. Me sorprendió que llevara puesta la misma ropa del día anterior. El Cristo que antes había estado colgado arriba de mi cabecera ahora estaba fragmentado en el suelo, junto a mi buró derecho. Las imágenes de Nuestra Señora de Guadalupe y de Santa Elena de la Cruz también habían sido profanadas, lo que promovió en mi corazón un enorme deseo de gritar de desesperación, odio y terror.

—¡Cristo bendito! ¿Qué pasó aquí?

Todavía con mis piernas inmóviles me obligué a girar mi cara rumbo al buró que sostenía el reloj-alarma, y cuál sería mi sorpresa al descubrir que eran casi las cuatro de la tarde. ¿Cómo era posible que hubiese dormido tanto? Me rehusaba a creer que mi madre no hubiese echado en falta mi presencia en el desayuno y en la comida. ¿Me habría dejado dormir tantas horas sin que pasase por su mente la posibilidad de que yo hubiese enfermado? Confiaba en que no hubiese estrado en mi habitación y que no hubiese leído las sangrientas locuciones malignas que cualquiera que las hubiese visto podría haberlas encontrado tan perversas como escalofriantes, dignas de un psicópata.

No perdiendo más el tiempo corrí hasta mi bolso, de donde extraje los escapularios que mi Liberante había fabricado para nosotros, mis retribuciones y mi emblema de Excimiente. Por último saqué la botellita de cristal que contenía el aceite bendito y procedí a hacer exactamente lo que Zaius me había pedido.

Me senté frente al espejo y, aún con todo el dolor que mi hazaña iba a traer consigo, esparcí sobre mis heridas gotitas de aceite bendito y como pude las distribuí con lentitud por lo largo del brazo. Así lo hice primero con uno y luego con el otro. Tuve que reprimir mis gritos de dolor muy dentro de mi alma si no quería atraer la atención de mis padres. Lo que me importaba en ese momento era lograr cerrar las heridas, y si no se cerraban, al menos consolarme con saber que un aceite santificado había recubierto aquellos cortes cuyos trazos no podrían traerme nada digno de alabanza. De por sí ya había sido marcada antes con un águila dorada, ¡y ahora esto!

Posteriormente me puse uno de los tres escapularios rojos en mi cuello no sin antes rezar la oración en latín que Zaius había escrito sobre sí, y finalmente me santigüé con el espeso aceite y unté su humedad sobre cada uno de mis párpados y mi pecho, justo en mi corazón, haciéndome la señal de la cruz. Tardé en reconquistar mi valía y otros tantos minutos en ordenar la habitación. Lo difícil sería sacar las manchas de las paredes. Aun si mi padre jamás entraba a ella, sí lo hacía con frecuencia mi madre. ¿Qué iba a ocurrir si ella descubría aquellos espantosos rayones, suponiendo que no los hubiese visto ya?

Salí a hurtadillas hacia el aseo y me hice de jabón, un estropajo y agua tibia. Pero nada funcionó. La sangre seca al contacto con el agua se hacía más líquida y se manchaban más las paredes.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Där berättelser lever. Upptäck nu