Trigésimo Cuarto

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Durante los veintiocho años que tenía de vida sabía que había pocas cosas que lograran afectarme al nivel de sacarme las lágrimas. Una de ellas era ver a un hombre llorar, pero no cualquier hombre, sino a alguno que apreciara en realidad. Fue algo que descubrí cuando apenas tenía trece años y nació Marcus. Lo amé desde el primer minuto, tanto así que cada vez que él lloraba, papá y mamá tenían que consolarme a mí también. 

Años después, con la muerte de la abuela, me uní a mi papá en su lamento durante varios días; y en esos momentos, escuchando a James constiparse en llanto contra mi cuello, no pude evitar que las lágrimas brotaran de mis ojos.

Decidida a hacer que James se sintiera mejor, limpié con rapidez mis mejillas y repasé una y otra vez mi mano sobre su espalda mientras lo invitaba a que volviéramos a la sala. Dejé que cayera en el sofá, y dirigiéndome a la cocina busqué algo de tomar que le ayudara a pasar un poco la noticia que acababan de soltarle. Indecisa entre un café y un vaso de whisky, me incliné por la segunda opción. Ya me imaginaba que James preferiría algo bien fuerte.

Cuando llegué a la sala, James seguía en la posición que le había dejado, pero había parado de sollozar. Sus ojos enrojecidos me encontraron y descubrí un poco de vergüenza en ellos. Sonreí y le extendí la copa.

—Gracias. —Me regaló una media sonrisa y aceptó la bebida mientras me sentaba a su lado—. Lo siento —murmuró.

Fruncí el ceño. —¿Por qué? ¿Por llorar? —quise saber.

Asintió. —No me esperaba una noticia de ese tipo —repuso y le dio un trago al licor—. No puedo creer que esto esté pasando. ¿Qué hice mal? —susurró, y descubrí que se sentía culpable. Me apresuré a negar.

—No te culpes por esto, James. Has sido un gran padre.

Bufó. —¡Si fuera un gran padre mi hijo no se hubiera contagiado de una enfermedad que no tiene cura! —exclamó con obviedad.

—James, Ian es un muchacho ya grande, si se contagió de una enfermedad de este tipo es porque tomó una decisión equivocada —aseguré—. Quizás no suene bien lo que te voy a decir, y puede que no te guste tampoco, pero él tiene responsabilidad sobre sus decisiones.

Los ojos de James me observaron durante varios segundos antes de cabecear. —Entonces fue mi culpa por no enseñarle a tomar mejores decisiones —concluyó.

—¡Claro que no! —contradije con exaltación, pero me obligué a modular mi arrebato—. James, ¿por qué mejor no me cuentas bien todo? —propuse. Enarcó una ceja—. No sabía que Ian estaba con su madre —indiqué.

—Oh. —Sus cejas se encorvaron con ligereza—. Es el acuerdo al que llegamos. Al inicio era solo por vacaciones, Deborah permanecía de giras con su banda, así que Ian estudiaba conmigo. Luego, cuando su madre se dio cuenta que su hijo la desconocía a tal punto que solo la llamaba por su nombre, se empeñó en pasar más tiempo con él. Los últimos dos años ha sido así. Un mes permanece conmigo, un mes con ella, por eso tiene profesores particulares —explicó—. La otra semana se cumplía mes y regresaría conmigo —repuso, y una sombra se adueñó de su rostro.

—Pensé que con la última discusión que había tenido con su madre no querría pasar tiempo con ella —murmuré.

—No es cuestión de que quiera o no, Eve. Tiene dieciséis y ella es su madre —dijo. Suspiró—. Nunca le gustó ese rancho al que siempre se lo lleva —siguió diciendo—. A Ian le gusta la naturaleza. Pinta unos paisajes maravillosos. Pero el rancho de Deborah no es lugar para un joven que prefiere conducir un auto o ir a cine. La primera semana le hace bien, pero a mediados de la segunda ya se siente atrapado. ¡Y ni hablar del pueblo! —exclamó. Me incliné hacia él, invitándole a que continuara—. Es un pueblo de paso. Solo hay restaurantes, moteles y bares para conductores que permanecen borrachos. Algo me dice que fue en uno de esos que se contagió —farfulló.

La caída de EvaWhere stories live. Discover now