| Capítulo 23 |

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Le dolía la espalda de pasar toda la noche sentado en la celda, no había podido dormir, pues la imagen de una Miranda llena de terror al mirarlo lo tenía verdaderamente preocupado. Se imaginó mil reacciones, ella lanzándole algo para romperle la cara, llamando a seguridad para que lo sacaran, hundiéndolo con palabras hirientes; pero jamás esos ojos brillando con temor, nunca que se hiciera hacia atrás y gritara de miedo. Prefería mil veces el enojo y el odio, que el temor porque había sido testigo de los ataques que sufría al ver a Flaubert, no quería provocarle eso a la mujer que amaba.

—Ya pagaron su fianza —dijo el oficial señalándolo con la barbilla y abrió la puerta. Jay se puso de pie y salió—. Recuerde que si las víctimas presentan cargos en su contra, puede pasar por un proceso legar e ir a juicio, le pueden dar unos cuantos años de cárcel, así que le aconsejo que no rompa la orden de restricción otra vez.

¡Y un carajo que no la iba a romper! ¡Le valía un cuerno la maldita orden!

Se preguntó quién había pagado para que lo liberaran, abrió la mandíbula con asombro cuando vio a su madre mirando sus zapatos. ¡Su madre! ¡Estaba en México! ¿Cómo era eso posible? ¿Cómo se había enterado de que estaba ahí?

Con pasos apretados se acercó a ella y la enfundó en un abrazo, la señora Ariadna se hundió en el pecho de su hijo, regresándole el gesto con la misma fuerza.

—¿Qué haces aquí? —cuestionó, echándose hacia atrás para volver a corroborar que no estaba alucinando ya.

—No soporté escucharte por teléfono, sonabas tan triste. Cuando llegué a México te vi en un periódico en los puestos de revistas.

Volvió a abrazar a esa mujer que tanta paz le daba, la había extrañado tanto.

—Tienes que dejar que esto pase, Jay, permite que sane un poco y se recomponga del impacto de la verdad y luego la buscas —dijo ella.

Él negó sacudiendo la cabeza, pues si algo sabía era que el tiempo con Miranda no funcionaba, no podía solo darse por vencido, sabía que tenían algo, solo debía recordárselo.

—No puedo, mamá. —Suspiró—. ¿Te importaría si hacemos una parada en Vinos Pemberton? De todas formas necesito recoger el auto, lo dejé cerca de ahí.

—¡Eres terco como tu abuelo!

Ambos salieron de ahí, se montaron en un taxi. Camino a la empresa, Ariadna le contó a su hijo cómo estaban sus abuelos y demás familiares. También le dijo que la situación en Venezuela cada día empeoraba más: toques de queda, el aumento de precios en los pocos alimentos y productos que había, los cortes de luz a ciertas horas del día, la delincuencia y muchas otras cosas. Jay escuchó todo en silencio, algo retraído, pero igual sintiéndose mal por su madre. A pesar de todo eso, jamás cambiarían su tierra.

Sedúceme despacio © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora