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—Tía, esto es como en las películas de Netflix. Las nuevas que están haciendo —afirma Cris, cogiendo un puñado de palomitas con la mano con la que no sujeta el móvil.

Estamos en la cocina, ya que la ventana es la única de la casa que da hacia la nueva morada del aún denominado «profesor buenorro». Yo estoy rezando cada segundo porque no se me escape su nombre, y no sé ni cómo voy a hacer para poner una excusa si alguien me pilla en el coche con él.

—Te puedes venir a vivir aquí cuando quieras —bromeo, con los brazos cruzados y poniéndole ojitos para que me deje tocar las palomitas.

Cris es una dictadora de las palomitas. Se las trae de su casa, las hace en mi microondas, pero no me suele dejar probar ni un bocado hasta que se harta. La confianza da asco y las amigas que no comparten sus palomitas, también.

—Paso, que eres una desordenada. —me sigue la broma, y luego me acerca el bol con expresión resignada. Yo doy una palmada antes de lanzarme a comer— Pero vamos, que ahora solo falta que vaya a recoger el correo en bata y tú también, y os encontréis en medio y claro, surja una amistad que luego...

—El correo, ¿qué correo? Nosotros no tenemos buzones de esos. Nos los meten en la puerta como en un pueblo normal. Y solo las facturas, tía. ¿Quién usa el correo ordinario hoy en día? ¿Sabes lo que es un e-mail?

Ella lanza el puño hacia delante como si pretendiera darme un puñetazo, cosa que hace bastante a menudo. Lo de intentar pegarme, digo. Yo me río y me encojo un poco intentando protegerme del fingido golpe.

—Tampoco nadie lleva bata en este pueblo y aún así...

—El caso es que eso no va a pasar. Dudo mucho que ese tiarrón se fije en mí.

«Además, no le caigo del todo bien» pienso, y sonrío sin poder evitarlo y sin conocer el motivo de la sonrisa.

—Este pueblo es lo suficientemente pequeño para que no le acabe quedando más remedio.

Le tiro una palomita, del pequeño puñado que me ha dejado coger, y se acaba la broma cuando mi madre aparece por la cocina. Me recuerdo mentalmente el limpiar el suelo antes de irme a dormir aquella noche si no quiero sufrir su ira asesina. Acaba de llegar del trabajo y seguro que está de muy mal humor.

Mi madre es un poco más bajita que yo —siempre me meto con ella por eso— y tiene el mismo pelo castaño, aunque pincelado con unas cuantas canas que se niega a teñirse. Mis ojos marrones también se reconocen ahí, lo que me hace pensar que lo único físico que debo haber heredado de mi padre es la boca, un poco más fina que la suya. Se recoge el pelo en un moño alto siempre que va a trabajar, y lleva las manos muy cuidadas para el trabajo que tiene. En eso, no nos parecemos en nada. Yo tengo las manos como si acabara de venir de labrar el campo, y eso que siendo sincera conmigo misma no he trabajado de verdad en la vida.

Está cansada, como siempre, y se evidencia con unas grandes ojeras violáceas bajo sus ojos. Por eso intento ayudarla en el bar siempre que puedo. O, al menos, siempre que me deja... que no es muy a menudo.

—Espero que limpies esto después —dice mi muy previsible madre, dejando las llaves del coche encima de la encimera.

—Mamá, vete a descansar, anda —La intento tranquilizar— No hacemos mucho ruido.

—Más os vale.

Está más refunfuñona que de costumbre, pero se lo perdono. Después de todo lo que he descubierto hoy... le perdonaría cualquier cosa. Todo a lo que está ajena y que me toca a mí por casualidades del destino, por ejemplo. Sube las escaleras y Cris me mira como con pena, cosa que odio que haga.

Invocadora [COMPLETA]Where stories live. Discover now