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Su cara está crispada de dolor y bañada en sudor, y escucho pasos apresurados bajando las escaleras a mis espaldas. No hay tiempo, no tengo tiempo para pensar.

Sin pararme a reflexionar sobre nada, abrazo a Leo en un intento desesperado de calmar de alguna manera su dolor. Y cuando lo hago, se queda quieto.

Los pasos a mi espalda también se detienen de golpe, motivados por el repentino cese de los gritos. Leo respira con mucha dificultad y combina las respiraciones con resoplidos de esfuerzo, pero ya no está gritando. Separa las manos de su cabeza con cautela, como si no acabara de creerse que todo haya pasado. Luego, dirige su mirada perpleja hacia mí y yo hago amago de separarme, pero él me agarra el brazo con una rapidez impresionante. Con urgencia.

—No —pide, con un deje de súplica en la voz—. No me sueltes. El dolor ha disminuido cuando me has abrazado.

Estoy a punto de replicarle algo cuando Nana se acerca a toda velocidad para comprobar el estado de su nieto.

—¿Estás bien, Leo?

En su voz se adivina un miedo horrendo a que la respuesta sea negativa, a que le pase algo al chico. Junta las manos en una postura tan de abuela, que me sorprendo dándome cuenta por un segundo de que no es solo una guerrera sabia que lleva guardando un secreto toda su vida, sino también una abuela preocupada por el futuro de sus nietos.

—Ahora sí. —Traga saliva Leo, aún tirado en el suelo y aferrado con fuerza a mi brazo—. Parece que su contacto hace la transformación menos dolorosa.

—¿Menos dolorosa? —pregunto, en un hilo de voz.

«¿Aún te duele?» se me estremece el corazón.

—Sigue... pasando. —Traga saliva, y nunca le he visto tan vulnerable como en ese momento—. Pero es soportable. Pero, por favor... no me sueltes.

«No me sueltes».

Asiento, y nunca he estado más convencida de algo en toda mi vida. Por un segundo tengo claro que tendría que venir un ejército entero a intentar arrebatar a Leo de mis brazos.

Y eso me asusta casi más que su expresión de dolor de hace apenas unos minutos.

—Está bien —interviene Nana—. Parece que no eres un peligro para nadie... aún. Os subiremos a la habitación de invitados, no tiene sentido que sigáis en el suelo del sótano. Leo, ¿puedes levantarte?

Él asiente con seriedad, aunque sigue con la cara bañada en sudor. Aún aferrado a mi brazo, apoya el otro en el suelo para tener un punto de apoyo. Nana le agarra por el torso para ayudarle a incorporarse y yo misma me doy cuenta en ese momento del cansancio que arrastro, porque me duele todo el cuerpo al hacer lo mismo.

No obstante, me preocupa bastante más su estado que el mío, y estoy convencida de que no se trata de ninguna preferencia personal sino que forma parte de esa rara empatía que siento hacia todos ellos. Mi prioridad en ese momento es que Leo esté bien, y como me ha dicho que necesita mi contacto para paliar el dolor, pienso aferrarme a él el tiempo que sea necesario.

Le quitamos los grilletes con bastante esfuerzo, porque ni Nana ni yo tenemos la resistencia necesaria para hacerlo más rápido.

Subir las escaleras, no solo del sótano sino también las del primer piso, es un suplicio. Por el camino atravesamos el recibidor donde nos observan unos muy preocupados y sorprendidos Nico y Lula. Me fuerzo a no mirar a ninguno de los dos, a mantener el mentón alto y expresión neutra.

No recuerdo haberlo pasado tan mal en mi vida. Tengo resentidos absolutamente todos los músculos del cuerpo, la boca seca y el corazón aún acelerado de todo lo que acaba de pasar. Y a todo eso se suma la sensación de que alguien ha tomado mi cuerpo y lo ha dejado caer luego como un saco a la realidad.

Invocadora [COMPLETA]Där berättelser lever. Upptäck nu