Capítulo 4: La Familia del Marqués (2ª parte)

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—Es extraño —comentó Reyja rompiendo el silencio mientras el coche avanzaba entre los árboles por el camino de grava—, este coche se mueve poco.

Pazme conducía con alegría, le encantaba hacerlo y tenía que admitir que llegaban pronto a los sitios. Pero era agradable dar un cómodo paseo para variar. Casi podía escuchar sus pensamientos. Suke miraba por la ventana, habían estado toda la tarde juntos y aunque no había sido una fiesta precisamente, había estado bien.  Su vecino había resultado ser un chico serio, casi demasiado.

«En circunstancias normales, él sería el empollón al que machacarías», pensó. No, no era del todo cierto. Unas bromas, unas risas y sería abandonado al rincón del olvido, relegado a una mera anécdota, sin nombre propio. Ahora que empezaba a conocer al extraño vecino, seguramente era lo que él habría preferido: pasar desapercibido.

Pero Reyja no se lo había permitido. «¿Por qué?», intentaba dar una respuesta a esa pregunta, saber por qué no había querido que Suke fuera uno más. «Sus ojos». Sí, quizá hubieran sido esos ojos y la historia que se ocultaba tras ellos. «No puedes preguntárselo, ¿recuerdas? Ese es el trato». Miró de reojo al chico silencioso que se sentaba a su lado con la mirada perdida entre los árboles del camino. Sus ojos brillaban como ascuas encendidas reflejando la luz de las farolas que iluminaban el tramo de la carretera que daba a la mansión.

Pero no era el brillo de sus ojos lo que capturaba la atención de Reyja. Sin darse cuenta, se llevó el pulgar a la boca y mordisqueó la uña en un gesto nervioso que ya creía olvidado.

—Quedamos a las siete pero hemos apurado demasiado, ¿llegaremos tarde? —preguntó el capitán. Reyja salió de sus pensamientos al escuchar la voz.

—¿Qué? —preguntó, desubicado.

—Preguntaba si vamos demasiado tarde —repitió el capitán Aizoo con cierto tono cansado.

—No, no lo creo —dijo Reyja—, mi padre sale a esta hora del trabajo. Con suerte, ni siquiera habrá llegado.

—Es verdad —comentó Suke—, antes me pareció curioso y no me acordé de preguntártelo. Dijiste que tu padre era el director del hospital, pero... ¿no es un marqués?

Reyja no contestó. Apretó las mandíbulas, eso no era un secreto. Ni siquiera se había planteado que Suke no lo supiera. Entonces, ¿por qué le molestaba decirlo?

—El marqués de Arinsala no es mi padre —murmuró sin mirarle—. Soy yo.

Solo el rumor del motor ejercía de banda sonora de la pausa incómoda y tensa que se aposentó dentro del vehículo. Reyja desvió la vista fuera del coche. Las luces de la mansión se intuían ya muy cerca y conforme se reducía la distancia, aumentaba la opresión en su pecho. Era como vivir bajo una losa, apenas respirando.

—Aún siguen refiriéndose a tu padre como el señor marqués —observó el capitán Aizoo, mirándole a través del retrovisor—. Y todo el mundo habla del marqués... Es alguien con mucho poder.

—La costumbre, supongo —dijo Reyja encogiéndose de hombros. Como si a él le importaran esas tonterías—. Y en cuanto al poder... No es la primera vez que lo oigo, quizá mi padre no ha renunciado tanto al cargo como ha querido hacernos creer.

—No lo entiendo —murmuró Suke agitando la cabeza. Pero no preguntó nada.

—El título era de mi madre, así que a su muerte me corresponde a mí heredarlo. Mi padre solo era marqués consorte, o algo así —explicó con desgana mientras el coche cogía la última curva y se paraba ante las puertas exteriores de la mansión—. Él siempre ha odiado el nombre y todo lo que conlleva. Ni siquiera mientras estuvo con mi madre dejó el trabajo del hospital. De todas formas —añadió, tras hacer un gesto al guardia de la entrada que les dejó pasar al reconocer su rostro—, no tomaré posesión plena hasta la mayoría de edad así que, en realidad, no hay ningún marqués de Arinsala.

El Alma en LlamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora