Capítulo 9: El despertar de las llamas (1ª parte)

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Estaba soñando y lo sabía. Pero los sueños no hacían daño a nadie. En un sueño no tenía que preocuparse por los sentimientos, por las consecuencias, por la vergüenza… En un sueño, su subconsciente le hablaba de caminos en la piel y de sensaciones que despertaban partes de su cuerpo que ni sospechaba.

Pero en algún momento el sueño se tornó pesadilla.

«Te lo había dicho, mi pequeño Rubí, ¿verdad? Sabía que disfrutabas tanto como yo».

Suke se despertó gritando, bañado en sudor.

Y todo estalló en llamas.

Tardó un segundo en darse cuenta de lo que estaba pasando. Estaba ardiendo. Su cama estaba ardiendo y si no hacía algo pronto, tras su cama irían su habitación y el resto de la casa. Con un movimiento brusco, Suke giró el colchón y tiró las sábanas por el suelo. Buscó con la mirada algo para apagar la hoguera, localizó su bata y golpeó los tejidos hasta que el fuego quedó completamente extinto. Aun así, siguió golpeándolas hasta que  lo único que quedó del pequeño incendio fue la mancha oscura de la ropa y el olor a chamusquina que impregnaba la habitación.

Suspiró fatigado y abrió las ventanas, dejando que el frío aire de la mañana se llevara todo rastro de su pequeño accidente.

Pequeño accidente…

Suke se sentó en el suelo, le temblaban las piernas y se negaban a sostenerle por más tiempo. Una vez pasada la agitación del primer momento, todo lo que quedaba era un chico asustado y tembloroso que intentaba consolarse a sí mismo. ¿Qué había sido eso? Casi había vuelto a incendiar la casa otra vez. Pero esta vez no estaba enfermo esta vez…

«Mi pequeña gema preciosa…»

—¡No! —gritó Suke y el estómago se contrajo. El sabor de la bilis trepó hasta su boca llevándose consigo los restos de la escasa cena del día anterior. Una nueva sacudida le dobló por la mitad. Se llevó las manos a la boca intentando centrarse en la respiración, pero cuando una nueva arcada le golpeó de nuevo, el ácido amarillento se esparció por el suelo del dormitorio—. ¡Mierda! —masculló, enfurecido consigo mismo por no haber sido capaz de controlarlo. ¿Por qué había pasado eso? ¿Por qué se sentía así? ¿Acaso estaba enfermo? ¿Y si volvía a pasar? ¿Y si no había acabado aún?

Alguien golpeó con los nudillos en la puerta.

—Suke, me ha parecido oírte gritar, ¿estás bien? —La voz de la señora Iserins denotaba preocupación.

—¡No! —gritó sobresaltado, pero se refería a que no entrara. La cama quemada podía ser difícil de explicar—. Quiero decir, ¡Sí! ¡Estoy bien, señora Iserins! Solo ha sido una… pesadilla. —Una horrible y monstruosa pesadilla que, incluso despierto, le sacudía por dentro.

Contempló el charco amarillento y las sábanas calcinadas.

—¿Una… pesadilla? —Suke frunció el ceño. Era una forma suave de llamarlo. Como si sus sentimientos no fueran un problema por sí solos, el escuchar esa voz había removido una serie de recuerdos que le había costado mucho tiempo enterrar.

Mucho tiempo.

—¡Suke! —La señora Iserins volvió a golpear la puerta con insistencia.

—¡Estoy bien! —exclamó Suke comenzando a desesperar—. Estoy… —Se apostó tras la puerta haciendo presión para impedir que el ama de llaves la cruzara. «Una excusa, una excusa rápido»—. Estoy… desnudo. Iba a meterme en la ducha. No es nada, de verdad. Ahora bajaré a desayunar.

—Está bien… ¿quieres huevos?

—No, huevos no. Un poco de fruta estará bien.

—Seguro que…

—¡Por favor! Solo quiero… —Suke se obligó a calmarse, a tomar aire y respirar—. Señora Iserins —dijo, con voz más sosegada—, cualquier cosa estará bien. Tras ducharme, bajaré. De verdad.

Arrimó la oreja a la puerta y no se separó de allí hasta que escuchó el rumor de pasos que bajaban las escaleras. Se dejó caer, resbalando sobre su espalda. Una ducha no era mala idea. Ahora mismo, la habitación apestaba a vómito y humo, su propio pijama estaba salpicado de manchas parduzcas y zonas ennegrecidas. Pero una familiar sensación de vergüenza y culpa se adueñó de él al percatarse de la zona oscura que teñía su entrepierna.

«Sabía que disfrutabas, mi precioso Rubí».

La voz resonó en su cabeza como si estuviera a su lado.

—¡No, no, no, no! —gimoteó Suke quitándose la ropa.

Le daba asco.

Sentía repugnancia por todo lo que le tocaba. Esas manchas, su pecado, tenían que desaparecer. En menos de un segundo se había desnudado por completo y su pijama ardía en el suelo de la habitación. No podía pensar, solo quería que desapareciera todo, hacer como si nunca hubiera existido. Se echó las manos a la cabeza y lloró al darse cuenta de que no era la ropa lo que le repugnaba, era él mismo.

—¡Solo voy a ver cómo está!

La voz de Reyja le puso de nuevo a la defensiva. Suke se incorporó, estaba desnudo y su pijama todavía ardía a sus pies. Lo apagó como pudo y se estaba cubriendo con el albornoz cuando Reyja, fiel a su estilo, entró sin llamar a la puerta.

—Suke…

—¿Qué haces aquí? —ladró Suke, interceptándole, para que no viera lo que había tras su espalda.

—Tu ama dijo que…

—¡Estoy enfermo! —gruñó de nuevo—. ¡No iré al instituto hoy! ¡No iré al instituto nunca! ¡Lárgate! —dijo, propinándole un fuerte empujón.

—¡Ey, tranquilo! —se defendió Reyja, sorprendido y molesto por su ataque—. Solo quería ver cómo estabas y…

—¡Ya me has visto! —le gritó— ¡Ahora lárgate!

—Suke, qué te pasa —preguntó, parecía preocupado, pero no retrocedió.

Suke no contestó, cerró los ojos… ¿por qué respirar era tan difícil? Sentía como el aire que salía de sus pulmones quemaba todo a su paso. Casi podía notar como su cuerpo cambiaba de color. Reyja extendió la mano para tocarle la cara con la intención de tranquilizarle pero el efecto fue el contrario. El suave contacto de sus dedos provocó nuevas sacudidas en la convulsa alma de su amigo.

—¡No me toques! —chilló Suke, apartando la mano con un golpe seco. Reyja retrocedió con expresión dolida—. No… me toques. —repitió. El sueño estaba demasiado cercano.

«¿Por qué no dejas que te toque? Estás deseando esas caricias. Estás deseando…»

—¡Cállate! —chilló llevándose las manos a la cabeza—. ¡Cállate!

—No he… —Reyja dudó—. No he dicho nada. Suke, me estás asustando. No estás bien.

—¿Y a ti qué te importa? ¿Por qué estás aquí? ¡No te necesito! ¡Mi vida era mucho más fácil cuando tú no estabas en ella! Lárgate  —repitió—. No eres más que un niño mimado que se cree gracioso. Ni te necesito ni te quiero aquí. ¿Por qué me sigues a todas partes? Es… es enfermizo.

Esas últimas palabras sí que parecieron afectarle. Aun si le hubiera golpeado, el rostro de Reyja no tendría esa expresión dolida. Suke pensó que se volvería, le gritaría y se marcharía furioso. Ese era Reyja. Reyja actuaba así. Se enfadaba.

Pero Reyja no se enfadó.

—L-lo siento —dijo con la cabeza gacha y voz temblorosa—. No sabía que te molestara. No volverá a pasar.

Y se fue, cerrando la puerta tras de sí.

—No —murmuró Suke cuando se quedó solo—. Esto no tenía que haber sido así. Así no. —Casi sin darse cuenta, las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas y se evaporaron antes de caer al suelo—. Bueno —dijo para sí con amargura—, he solucionado un problema.

El Alma en LlamasWhere stories live. Discover now