Capítulo 5: Los caprichos del planeta

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Los gritos resonaban por toda la torre atrayendo las miradas de los curiosos que estaban en el patio del extraño edificio y se preguntaban a quién estaban vinculando en esa ocasión. Detenían sus quehaceres por un instante, dirigían sus miradas hacia la cúpula metalizada que coronaba la estructura y que, en ese mismo momento, brillaba con los tonos de un arco iris carmesí.

«No es para tanto», se dijo Vaio sin poder evitar un gesto de desdén ante los agónicos aullidos, a la par que apartaba la mirada. Como a todos, el extraño resplandor le revolvía las entrañas y desenterraba recuerdos que prefería mantener bajo tierra.

No dolía, así que él no podía comprender esos gritos. O al menos, él no recordaba dolor alguno. Solo la extraña sensación de ligereza, como si ya no pesara. Y frío... también había sentido frío. Y desde entonces había sido así. No era como pasar frío de verdad. No. Eso debía reconocerlo. No tenía nada que ver con estar tiritando, coger hielo, o bañarse en agua helada. Era más bien como esa sensación de frescor de las mañanas de verano. Un frío continuo pero no incómodo. Un frío que debería desaparecer con una manta ligera sobre los hombros.

Pero no desaparecía.

Nunca.

Vaio tardó años en descubrir que ese frío formaba parte de él. De lo que era: un vincio del aire. El único de los suyos que formaba parte de ese grupo de forajidos con ínfulas de grandeza. También, y eso había de reconocerlo, había sido el único estúpido que había acabado en las mazmorras de la Invocación, como atestiguaban las marcas de latigazos que adornaban su espalda y que le obligaban a recordar, que había sido un castigo muy leve.

Vaio estaba absorto en sus pensamientos cuando su majestad, el príncipe de los condenados, abrió el enorme portalón de un golpe seco que hizo que la estructura de madera rebotara contra la pared.

—Hay algo que no hacemos bien —masculló Byro. Se le veía enfadado. Su cabello brillaba como si fueran llamas encendidas.

—A ver si acierto —dijo el vincio del aire, con su característico tono burlón, el mismo que ponía en juego su supervivencia cada día—: ha sido fuego.

Byro le miró y bufó por la nariz, girándole la cara con desagrado. Vaio se encogió de hombros y se encaramó a la ventana, sentándose en el alféizar. Podía parecer una postura indolente y descuidada pero en realidad lo que quería era estar cerca de la salida si las cosas se descontrolaban. Y eso era algo que pasaba con facilidad cuando uno se rodeaba de vincios de fuego.

Y cada vez había más.

Muchos de fuego. Algunos de tierra. Un par de agua. De aire: cero. Ese era el extraño balance de las invocaciones que llevaban realizando día sí y día también. Cada día, el número de vincios aumentaba. La mayoría eran trabajadores de la tierra o de las fábricas, algunos pescadores... vincios con collares y poca voluntad. Muchos de ellos, vacíos por completo, ahora no eran más que muñecos gigantes que se pasaban al día en el jardín, tomando el sol. Vaio prefería no mirarlos. Le recordaban lo cerca que había estado de convertirse en uno de ellos.

—Esto no va bien —confesó Byro sentándose en la mesa y ocultando la cabeza entre la manos—. Necesito vincios de aire, Vaio. Necesito gente como tú.

—Pues como no vayas a buscarlos a Capital...

—Sabes que no estamos preparados. La distancia es demasiada y tú apenas puedes manejar un cascarón. Es... Si al menos encontráramos una forma de hacerlos salir de allí —pensó en voz alta.

Vaio frunció el ceño y apretó los puños. Sabía lo que iba a pedirle Byro y no podía hacerlo. Era su trato. El único motivo que le retenía allí.

El Alma en LlamasWhere stories live. Discover now