Capítulo 1

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Rojo. Hay tanta sangre que no sé para donde mirar.
He estado tanto tiempo volviendo una y otra vez a este escenario, aún así todo se torna tan tétrico como la primera vez. Aquí no puedo correr ni gritar, no importa qué tanto lo intente: La sangre tocará mis zapatos y no hay quien pueda escucharme.
El desasosiego, intenso y directo, me hace doler el pecho hasta quitarme la respiración.

Un tirón en mi brazo me devuelve a la realidad.

—¡Despierta, cariño! Maldición, respira.

Mamá me deja acurrucada en el sofá y corre a algún lugar de la casa. Registro con la mirada e intento recordar dónde estoy; todo está girando para mí, pero las dos enormes maletas y todas las cajas desparramadas por la sala me dan la respuesta: Es nuestra nueva casa.

—Te quedaste dormida, Mickaellie. ¿Otra vez? —pregunta tendiéndome un vaso con agua.

—Sí.

—Tranquila, no es más que una pesadilla, no ocurrirá de nuevo.

—He vivido todos estos años, día tras día, recordando ese maldito momento. No digas que no volverá a ocurrir.

—Está bien, no te alteres. Descansa un poco y luego puedes gastar energías subiendo las cosas a tu cuarto.

[ . . . ]

Estoy oficialmente agotada. No me he dado cuenta de cuán estresante ha sido el viaje desde Francia en avión hasta ahora. Tuve que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad, de mis uñas clavando el cuero del asiento, y de la música sobrepasando los decibelios permitidos de mis auriculares, para no volverme completamente loca y salir corriendo de allí.
No me malentiendas, los aviones son preciosos y no tienen la culpa de mis miedos.

Además de mis ineficientes métodos para manejar mi ansiedad, también hago lo posible para cubrir mis inseguridades y problemas de autoestima, aunque no es nada agradable vivir así. Hay días en los que deseo desaparecer, ocultarme sigilosamente debajo de mis cobijas y que nadie me moleste. Pero es tan fácil darse cuenta que la realidad existe, que una no puede esconder la cabeza bajo la almohada tal avestruz en la tierra para olvidar los problemas.

La voz de mi madre me distrae de mis pensamientos. Ha comenzado a gritar porque no quiere que me quede otra vez dormida en el sofá.

—¡Mickaellie, niña! Levántate y acomoda tus cosas, ¡ahora!

Le sostengo la mirada varios segundos y asiento con un gesto cansado. Mi energía física y mental está desgastada, aún así obedezco y me llevo mi equipaje a la habitación que me ha sido asignada escaleras arriba. Solo tengo ánimos para observar el pasillo y la decoración minimalista, que claramente no me interesa, y entro siendo consciente de que este lugar no se ve como mi antigua casa en absoluto.
Encender la luz lastima mis ojos. Todo está muy iluminado y es demasiado espacioso, contrasta con el cuchitril que era mi otro cuarto; puedo sentir la pérdida al darme cuenta que no volveré a las noches bajo la tenue lámpara que colgaba del techo, lo único a lo que me he aferrado durante tantos años, mi única verdadera compañía: esa luz amarilla que a duras penas funcionaba.

No quiero pensarlo, pero me aterra echar de menos mis días de encierro. Sé que me costará salir y relacionarme con el mundo, pero no es mi culpa... Esto es culpa de mi madre, quien me prohibió salir para controlar mis malos hábitos, sin saber que adoptaría la soledad y encierro como otros de mis hábitos destructivos.
No quiero volver a eso, soy consciente de que he venido a Japón para empezar mi vida como una persona común y eso es lo que haré.

Desempacando, me doy cuenta que no llevo muchas pertenencias. La mayoría de las cosas que tenía en Francia las he regalado porque tenían un significado sentimental bastante negativo. Cada objeto llevaba un recuerdo y yo no quería traerme el pasado en las maletas.
Cuando tengo todo listo, observo el espacio y me siento fuera de lugar. ¿No debería estar alegre por eso? Ya no estoy en ese lugar en el que he, supuestamente, dejado mi pasado entre cuatro paredes para que jamás vuelva a acecharme.

Un suspiro y mil disparos | the GazettEWo Geschichten leben. Entdecke jetzt