Capítulo 11

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Hace una hora que estoy mirando el techo porque me da terror mirar lo que el médico, que es amigo de mi madre, está haciendo en mi mano. No siento nada porque me ha puesto anestesia, pero creo que fue un corte grave.
Repaso con la mirada a mi madre y a Yuu, que me miran preocupados.

—Ha tenido suerte, señorita Takarai —dice el médico, echándome algo en la herida—. Un poco más abajo y la historia sería otra.

—¡Ni lo digas, Ben, que me da algo! —dice mi madre, frunciendo el cejo hacia el hombre—. Y tú, chiquilla, ¿qué hacías ahí afuera?

El médico me pone vendas y se levanta de su improvisado quirófano. Creo que me ha cosido la mano o algo así.

—Fue un corte profundo, pero pequeño —informa, tomando su maletín—. Joanne, asegúrate que tome las medicinas y cambie las vendas. En dos o tres días se le desinflamará.

—No entiendo por qué ni siquiera tiene la intención de contarme qué le pasa o qué estaba haciendo afuera tan tarde —vocifera Joanne.

—Señora, cálmese —susurra Yuu—. Si se altera, ella no hablará. Está asustada.

—Es que...

—Déjeme hablar con ella —pide él—. Salga y tome un poco de aire.

Mi madre me da una última mirada y se va junto al médico, dejándome a solas con el hombre más extraño y sobreprotector que he conocido. El pelinegro cierra la puerta y se acerca para sentarse a mi lado. Me toma la mano herida, acaricia las vendas y no me mira.

—Fue mi culpa. Lo siento.

—¿Cuál de todas las cosas que han pasado hasta ahora fue tu culpa?

—Todas —susurra y cierra los ojos—. Cuando entré y te vi en el balcón... Y la sangre... Creí que te estabas alejando de mí de la peor manera posible. ¿Por qué lo hiciste?

—¿Hacer qué?

Él por fin me mira.

—Cortarte.

—Porque he tropezado con la mesa cuando salí al balcón. Se me cayó el jarrón y mi móvil, y quise tomarlo de vuelta. El resto ya lo sabes.

—Entonces...

—Soy cobarde para esas cosas —susurro—. No podría hacerme ese tipo de daño aunque quisiera... Además, odio la sangre.

—¿Estás completamente segura de que fue un accidente?

Asiento con un movimiento de cabeza y él vuelve a mirar mi mano. Está despeinado, se lo ve cansado y un poco más delgado. El corazón me late a mil por segundo cada vez que lo contemplo, es bello incluso con esa cara de cansancio.

—Estuve una semana completa luchando conmigo mismo para no llamarte. Me siento tan... Raro cuando se trata de ti —dice, y frunce el cejo—. Sé que es loco, pero no puedo ni pensar en que alguien más quiera tenerte, quererte o cuidarte.

—¿Por qué no? —pregunto, esperanzada de que me dé una respuesta.

—Porque solo yo quiero hacerlo. ¿Y sabes qué es lo peor? Que no puedo. Eres... Eres joven, eres mi paciente, mi... Alumna. ¿Qué harías tú con una persona como yo? Complicaría tu vida, y tú la mía.

—¿No has sentido que, mientras más imposible es, más quieres? —pregunto—. Como si el saber que está mal nos hiciera desearlo más...

—Lo entiendo, Mickaellie. Lucho contra esa sensación cada vez que estoy cerca de ti.

Me incorporo y levanto su rostro. He encontrado la nueva cosa que más odio en el mundo: Esa expresión tan triste y cansada en él. Y necesito hacer algo para cambiarla.

Un suspiro y mil disparos | the GazettEWhere stories live. Discover now