1 2 - El caballerismo tiene sus límites

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Salir de casa resultó más fácil de lo que había pensado

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Salir de casa resultó más fácil de lo que había pensado. Simplemente, les avisé a mis padres que iría por una hamburguesa, ya que tenía antojo de comida chatarra, y que luego, en alguna plaza del centro, me tomaría fotos nuevas para las redes sociales del canal. En el fondo, yo no mentí y, tampoco, ninguno de ellos se negó; no obstante, siento que las cosas no salieron del todo bien.

A escondidas de mi padre, mi madre me dijo que disfrutara con «el chico de la bici». Le dije que estaba loca, pero para mis adentros insulté su sexto sentido maternal. No obstante, eso salió mal. Papá la escuchó y preguntó si era el mismo «de la sudadera del equipo de natación». Hui de casa tan pronto comenzaron a preguntarse entre sí de quién estaban hablando, por lo que me despedí de ellos con un gran portazo.

Con Ezra quedamos en encontrarnos en la esquina de un Fasty Food, y, para variar, yo llego temprano. Es extraño estar como Aisha en la calle. La gente se gira a verme, pero nadie me reconoce. Solo lo hacen porque llamo bastante la atención. Es decir, soy una chica que está sola y se supone espera a alguien, vestida con unos jeans ajustados, de color rojo y que muestran los tobillos, con una camisa blanca, similar a la del instituto, pero mucho más entallada, anudada al estómago y que enseña los hombros y con unos preciosos lentes en forma de corazón. Además, mi cabello, como siempre, resalta como un farol de luz de neón. Aunque, esta vez, no lleve peluca, lo hace igual.

Decidí ponerme un montón de extensiones de todos los colores que se funden a la perfección con mi cabello castaño, por lo que, técnicamente mi pelo luce mucho más largo y como un arcoíris. Demasiado cute, en mi opinión.

Vuelvo a mirar la hora. No sé si es por los nervios, pero no veo a Ezra llegar. Hace calor y estoy extremadamente tensa. Siento que la temperatura sube a cada momento. En cualquier instante voy a mandar a la mierda al cabello suelto y me terminaré haciendo un nudo desenfadado en lo alto de la cabeza.

Mientras me hundo en mis divagues, una mano me intercepta por detrás y mi teléfono vuela por los aires del susto. Acabo de actuar como un gato al que le pisan la cola. ¡Auxilio!

—Oye... tranquila —me susurra al oído y un escalofrío me recorre de arriba abajo—. No estés tan tensa. Recuerda lo que hablamos anoche.

Veo su brazo acercarse lentamente a mí y pienso que me va a abrazar. Trago saliva. Solo me roza un hombro y se adelanta a recoger mi celular antes de que alguien lo pise. Necesito tranquilizarme o esto acabará mal, siquiera, antes de empezar.

«¿Qué hablamos anoche? ¿Qué?».

Sacude la tierra que se pegó a la funda de goma, con forma de conejo-superhéroe que cubre mi teléfono, y me lo tiende. Lo tomo y él me sonríe. Suspiro con pesadez y cierro mis ojos para calmarme, pero los siento pesados: varias hileras de pestañas postizas enmarcan mis ojos turquesas tono fantasía. Me doy cuenta que estoy agitada. Me quito los anteojos y los tomo con dos de mis dedos —que son más uñas que dedo— y tuerzo una sonrisa incómoda.

No me delates  ✔️Onde histórias criam vida. Descubra agora