-El fantasma- (*PARTE 2/3*)

32 2 0
                                    

Tras llegar a su habitación y toquetear por encima sus muñecas polvorientas, y ver su cama idénticamente hecha a cómo la había dejado meses atrás, soltó la mochila en el suelo y se dispuso a vaciarla. En ella había un libro que no recordaba haber leído. De hecho, no recordaba haber puesto allí. 

Lo abrió, pero nada. La portada era rígida, de color verde oscuro con una delicada serigrafía dorada, muy bonita. Las hojas estaban impecables: ni rastro de tinta, ni rastro de tiempo, ni rastro de nada... Parecía recién comprado, sólo que ella no recordaba ninguna librería que vendiera libros vacíos. Encendió una vela y empezó a pasar las páginas a trasluz, tratando de divisar algún texto oculto. Luego se autonegó con la cabeza a la vez que se decía "demasiados libros has leído tú...", y en cierto modo sintió un poco de decepción. Aunque a la vez notó alegría al darse cuenta de que ahora podía escribir su propio libro. Sólo necesitaba un lugar tranquilo... Un lugar como el altillo, ¿quizá? Sí. Podía ir bastante bien. A fin de cuentas, era muy luminoso de día gracias a una ventana circular que no podía cerrarse. En invierno era imposible subir ahí, literalmente: la madera se humedecía y ensanchaba con el frío, causando crujidos aleatorios por toda la casa y haciendo que la pequeña puerta de acceso no pudiera abrirse. Por suerte, aún quedaban unos tres meses hasta ese momento, en los cuales podría avanzar mucho. 

No acudía a clase, todo lo que se sabía era enseñado por los mayores, o incluso por un señor cualquiera paseando por la calle a plena tarde. No había dónde acudir, realmente. Ni escuela, ni iglesia, ni nada. Todo casas, campo, granjas y bondad. Si había un mínimo problema se hablaba con El Dialogador, un anciano de infinita paciencia y gran don de palabra. Y lo que él decidiera, se hacía. No como imposición, sino por el bien común y porque hasta ahora siempre les había ido perfectamente así.

Así que con esa ilusión por empezar algo nuevo, hundió el libro perfectamente en la mochila y añadió comida, mucha comida. Cogió lápices de colores y algo para escribir. Y un libro que tenía medio-leído y que no le dio tiempo a terminar de leer. Subió sin mucho esfuerzo.

Había una única bombilla que proyectaba una tenue luz, a veces intermitente en intensidad, que provocaba que todas las sombras del lugar cobrasen vida. Aunque ahora mismo no hacía falta, era de día y el Sol siempre era más gentil. Abrió el libro en blanco, y tarareaba en su mente una distraída melodía mientras pensaba qué podía inaugurar su gran obra (o al menos, la primera). No le salían las palabras, así que dibujó criaturas en sus pensamientos y luego las plasmó al papel.

Fue una rutina que repetía sin descanso, hasta el punto que olvidaba el motivo que la había llevado allí. Las reservas de comida descendían a mayor velocidad por sus constantes aislamientos del mundo, pero siempre acababan siendo llenadas de nuevo. Incluso se aprendió el horario de luz: sabía exactamente en qué momento el Sol iba a desaparecer tras la montaña hasta el día siguiente.

Pasó el primer mes. Y también pasó el segundo. Otoño desapareció muy rápido, más de lo que ella habría querido pues le gustaba aquél lugar tan inhóspito y a la vez, tan hospitalario. Ahora las maderas empezaban a crujir también por la temperatura, y no sólo por sus andares. Cuando leía (ya que había subido muchos de sus libros en una misma tarde, para ahorrarse viajes) necesitaba una manta por encima. Pronto necesitó dos. Y pronto, dejó de poder entrar. No era algo que fuera a permitir.

Pequeñas y grandes historiasWhere stories live. Discover now