-La nube-

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Cada charco que pisaba dejaba una estela de su huella, su pequeño rastro en el mundo; la Tierra era consciente de ella y en esos momentos, dejaba de girar de repente. Las calles se enmudecían. Las luces desaparecían para encenderse de oscuridad. El sonoro jilguero perdía su voz sin saber cómo. Las gotas caían por la suela de sus zapatos. El planeta entero se detenía en cada uno de sus pasos. Pero no caía en cuenta de todo esto, jamás se percataba de la importancia de esos cambios. Se veía como una chica más, sin ser una chica menos. Alguien común, normal, de un montón en el que se había auto-catalogado erróneamente. 

Justo por encima, allá arriba, había miles de nubes. ¡Que digo miles! ¡Cientos de miles! De irregulares formas e indistinguibles perfiles, de colores claros como las perlas y algunas oscuras como el fondo de un cesto de mimbre. A veces dejaban ver la luz, otras la tapaban, pero en ocasiones algo de luz se vislumbraba porque, simplemente, dudaban. Quizá hoy tocaban truenos, a lo mejor será conveniente que vengan mañana. Pero de todas esas nubes, había una que destacaba. Sus gotas siempre eran las más dulces y las más cálidas. Llovía; lloraba. Estaba triste por ver algo que quería desde una infranqueable distancia. Efectivamente... Era esa nube la que hacía caer torrenciales lluvias justo donde ella estaba. El motivo era que adoraba la sencillez con la que esa chica disfrutaba de algo tan ligero e infravalorado como la grácil e incolora agua.

Era consciente de que no iba a poderse acercar, ¿cómo iba a poder? Era una nube sin más, sin esa capacidad. Entonces fue cuando decidió dejarse caer, una pequeña gota primero, y luego miles de gotas más. Empapó su alma en las ropas de aquella preciosa chica que, a su vez, se la había robado sin saber como. De este (y único) modo consiguió aquello que más ansiaba: compartir su camino, acompañarla hacia donde caminaba. Pero... Ella no se daba cuenta de nada. Seguía pensando que al fin y al cabo, aquello bajo sus pies no dejaba de ser un poco de agua. 

Con el tiempo, el verano arreció y aquella nube vio vetada su entrada al Cielo: no era su época, no era su turno y por lo tanto, tampoco su jugada. Aunque no podía acceder a ella gota tras gota, sí que es cierto que no dejaba de observarla. Y ay, ¡cuán bella estaba...! Si pudiera decírselo, si pudiera dejárselo escrito de alguna manera, al menos para que ella supiera que allá arriba siempre tendría a alguien que la amaba... La calor se hacía insoportable, y con ello llegó una tremenda sequía al pueblo: toda la verde vegetación trabajada durante el año, se vio consumida por un exceso de sol, por esa calor que no cesaba de absorber hasta la más mínima gota de agua de la tierra donde estaba plantada.

Y aquella chica entristeció, tanto como le permitía la inhumana carencia de calma en el termómetro. Todos sus esfuerzos en vano, ¿porqué a ella? Trabajaba día y noche por sus plantas y ahora le devolvían el favor muriéndose en sus macetas; sus esfuerzos habían sido en vano y tanto el huerto como el campo se terminaron evaporando. Ya nada quedaba allá. Ni siquiera el mínimo rastro de su sonrisa, aquella que tanto le gustaba a su particular y desconocida nube.

Así que hizo un esfuerzo, ¡debía hacerlo! Pidió un expreso permiso en El Cielo para acceder, excusando que había miles de vidas perdiéndose allá abajo. Tras un arduo trabajo de insistencia y persistencia y pesadez, consiguió el pergamino que le permitió acceder. Concentró todas sus fuerzas: empezó a llover. Pero no gota a gota, lentamente y con calma... Sino que cayó la mayor tormenta jamás contada en ese pueblo. Obviamente esto hubiera ahogado las plantas, pero al no haber ninguna, convenía humedecer completamente la tierra para que pudiera ser fértil de nuevo. Aquella chica se inmutó levemente mirando a través de la ventana, pensando "una lluvia pasajera, todo volverá a estar seco mañana". Pero no fue así. Despertó y para su grata (y presumiblemente inesperada) sorpresa, la tierra estaba aún mojada. Se agachó para comprobar que sus ojos no la engañaban: en efecto, ¡era cierto! Y no sólo eso, sino que se mantuvo así toda la mañana. 

No había tiempo que perder, pues. Cogió las pocas semillas que le quedaban y hizo lo que mejor se le daba: plantó durante horas y horas, removió la tierra y la abonó con cuidado. Curiosamente, a su parecer al menos, llovía cada día un poquito. Y para ser verano, eran demasiadas lluvias. Cierto es que la gente se extrañaba de que sólo su zona (y un poco más alrededor, algo que tuvo que hacer la nube para no despertar sospecha alguna) se vieran afectadas. Recobró la sonrisa dado que así sí podría ir al Mercado y vender sus cosechas. Y esta vez la nube lloró; llovió aún más. Ella salió a dar vueltas riendo mirando al cielo, mientras aquella nube acariciaba su rostro con cada gota. Y es que, aunque parecía imposible, las lágrimas de alegría de aquella nube eran imperceptibles en su cara. ¿Porqué? Es muy sencillo: se mezclaba con las lágrimas de aquella chica, con esas lágrimas de inmensa alegría. Por lo tanto, para mantener eso, la nube siguió lloviendo sobre ella. Le dejaba un pequeño mensaje en la piel: con cada minúscula gota le gritaba que la quería, y que jamás iba a permitir que desapareciera de nuevo en su faz tal preciosa sonrisa.

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