VEINTIDÓS.

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Había amanecido mejor de lo esperado.

Las náuseas habían cesado, los mareos no había vuelto y me sentía muy bien. Ahora solo quería un poco de...

—¿Vamos al cuarto?—le propuse a Thomas el cual trabajaba en su laptop. Había alquilado una casa para pasar algunos días acá.

—Ahora no puedo, estoy ocupado florecita.

Y esa fue la palabra que faltó para que mis lágrimas salieran dejándolo completamente dislocado.

—¡Claro! ¡Nunca tienes tiempo para mí! ¡Vete al maldito diablo, Thomas!

Salí del estudio cerrando la puerta con todas mis fuerzas mientras mis lágrimas bajaban empapando mi rostro. Me acosté en la cama echa bolita y pasando la cobija por encima.

A los minutos sentí como la puerta se abría y luego se sentaban a mi lado, entonces quité la sábana y me lancé hacia mi chico envolviendolo en mis brazos.

—Lo siento—volví a llorar—. De verdad lo siento, amor.

Él me calmó con su típico "shh" y dije en mi mente. "¿Qué carajos te está pasando, Belinda?" Pero no tenía respuestas a eso, en ese momento yo estaba actuando por impulsos y realmente me desconocía.

—¿Quieres comer algo, cielo?—preguntó acariciando mi cabello y una sonrisa maliciosa se plasmó en mi rostro.

—Si—asintió e hizo un ademán de levantarse, pero lo detuve—. A ti.

Y bueno, ya saben lo que pasó después.

***

Miraba mi teléfono leyendo cada palabra, estaba buscando alguna información sobre los síntomas que anteriormente tenía. Y luego de revisar un buen rato me aburrí y decidí ver una película.

Claro que esta también me aburrió.

Al final decidí darme una ducha, entré al baño luego de tomar una toalla, mi vista se posó directamente en la caja de tapones que se encontraba a en el lavabos. Y recordé que tenía tres días de retraso y me preocupé por eso.

Una vez salí de la ducha busqué un vestido veraniego, y conseguí justo el que me había puesto la primera vez que Thomas fue a mi casa. Así que ese elegí, salí de casa luego de avisarle a Wolfhard que saldría a dar una vuelta y caminé hacia el chófer que nos guió desde que llegamos a El Consejo.

Eric, un señor de unos cuarenta años, alto, calvo y muy muy blanco, me miró con una sonrisa en el rostro, luego se acercó a la puerta abriéndola para mi, a lo que agradecí con un asentimiento y una sonrisa. Últimamente ese señor y yo hablábamos sobre nuestras vidas, se había convertido en mi amigo en tan solo dos días.

—¿Cómo se siente hoy, señorita?—preguntó en su típico tono cortés.

—Muy bien, amigo. Y recuerda, mi nombre es Belinda, no señorita.

—Claro, señori...—reímos al unísono—Belinda.

—Hacia el centro, por favor—él encendió el auto y comenzó a conducir.

—Oye Eric—hablé obteniendo su atención—, ¿tienes hijos?

—Oh, si. Tengo tres hermosos niños y una niña—respondió señalando su cartera, yo abrí esta encontrándome con las fotos de cuatro hermosos pequeños, deduje que la mayor era la niña a la cual le calculaba unos quince años.

—Y... ¿Qué se siente? Ya sabes, ser papá y todo eso.

—Es la cosa más maravillosa que te puede pasar en la vida, ver a esos pequeños felices porque ya llegaste del trabajo opaca todos los sentimiento negativos que haya en ti, es lo más hermoso del mundo.

—Me encanta como te refieres a ellos, siempre he sido amante de los niños. Me gustaría conocerlos algún día. Claro, si me lo permites—lo miré sonriendo, y él me miró como un padre cuando habla con su hija pequeña.

—¿Puedo preguntarte algo que probablemente haga que pienses que soy imprudente?—yo asentí intentando contener una risa, pues sabía lo que se sentía sufrir de vómito verbal—¿Por qué me preguntas esto, Belinda?.

Puse una mueca aburrida intentando no parecer nerviosa.

—Solo curiosidad—su mirada me indicó que no me creía nada, así que tenía que se más convincente—. ¡De verdad! Solo quería saberlo, ¿sabes? Aveces los chicos no sabemos valorar a nuestros padres, pensamos que son aburridos y odiamos  cuando nos regañan o nos gritan. Sin saber que todo eso lo hacen por nuestro bien. Y... si, solo recordamos las cosas malas, pues esas son las cosas que nos marcan para siempre, por eso siempre crecemos con algún rencor hacia nuestros padres.

»Porque tenemos en mente la vez que nos castigó porque nos escapamos, la vez que no nos dejó salir a una fiesta de solo chicos porque según era peligroso, etcétera, etcétera. Pero te apuesto que olvidas que en esa fiesta hubo un accidente y uno de tus amigos quedó inválido, pero tú solo ves lo que tus padres te hicieron a ti. Y no somos capaces de admitir nuestros errores.

Le hice una seña para que se detuviera en una farmacia, al parecer después de mis palabras él se había quedado en una especie de trance, pues no emitía al menos un pequeño sonido. Entonces mejor lo dejaba solo.

Bajé del auto acercándome a aquel lugar, las campanas que sonaban en la puerta al abrirla indicaban que alguien había llegado, una chica castaña estaba del otro lado del mostrador con una sonrisa falsa en el rostro. Me acerqué a ella intentando contenerme, no creía que estuviera haciendo esto.

Eric.

Tomé el teléfono buscando el contacto en este una vez la enana se bajó directo a la farmacia, marqué al número de mi jefa y para mi sorpresa no tardó tanto en contestar.

—Si, ¿Eric?

—Sus sospechas eran ciertas, señora—confirmé y ella rió.

—Entonces haz lo que te dije.

Colgué la llamada y tomé el polvo entre mis manos para luego tirarlo en el café le daría más tarde a la enana.

Belinda.

—Hola, ¿tienes pruebas de embarazos?—Ella señaló un lugar específico donde estaban esas pequeñas cajitas... las cajitas de la verdad. Tomé una con la mano temblorosa y volví a acercarme a ella. Le pagué con dinero en efectivo y dejé una propina que al instante hizo que cambiara su cara a una llena de felicidad.

—¿Podrías darme una bolsa negra?—ella me extendió una y yo guardé la pequeña caja en esta para que no fuera visible.

Volví a salir del lugar y subí al carro nuevamente, el hombre me extendió un vaso con café el cual acepté rápidamente, y comencé a tomarlo una vez él volvió a hablar.

—¿Cómo es que una adolescente como tú puede decir tantas cosas ciertas en unas cuantas palabras?—preguntó el hombre y yo solté una leve risilla.

—Tengo veintiún años, Eric.

Los dos reímos y el volvío a encender el auto, para luego conducir de camino a casa.

La rosa de nuestro amorTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon