5-El pájaro enjaulado (2ª parte)

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Casi lo tenía… El arco resbaló de nuevo y un rechinar de cuerdas fue la sonora protesta del instrumento que parecía quejarse por el trato recibido. Pero Zero le ignoró y comenzó de nuevo, inasequible al desaliento. Esta vez lo conseguiría.

Unos largos dedos metálicos tiraron de su pierna reclamando su atención.

—Déjame —le dijo sin detenerse—, ahora estoy yo. —Pero el pequeño robot siguió agarrando su ropa, tirando de él—. Ni se te ocurra agarrarte ahí, enano —dijo apartándole con la pierna. Así era muy difícil interpretar la pieza. Al final, Zero aparcó el violín encima de la mesa, donde su dueño no podía llegar, y agarró al robotejo que protestaba emitiendo chirridos intermitentes—. Tú te lo has buscado. Solo quería tocar un rato. Tú no lo usas, ¿recuerdas? Ahora estoy yo. Pasas todo el día haciéndote el muerto y ahora protestas. Pues por mí puedes gritar y hacer el idiota hasta que se te acabe la batería.

Abrió la puerta que daba al pasillo con la intención de dejarlo fuera pero se dio de bruces con Tristan.

—¿Hola? —preguntó extrañado cogiendo el robot que parecía ofrecerle Zero.

—Ho-hola —balbuceó él, regresando a la habitación. Apenas se habían visto en los últimos días. Ese era el primero que Zero pasaba fuera de la cama y aunque tenía constancia de que Tristan había estado con él varias veces, sus visitas no solían prolongarse más de unos minutos.

—¿Qué estabas haciendo? —preguntó.

—Intentaba tocar el violín —dijo, encogiéndose de hombros.

—¿Te ha dejado la doctora? —preguntó, pero por su mirada ya sabía de antemano su respuesta. No. Por supuesto—. Déjame ver tus manos.

—¡Venga, ya! Solo son un par de arañazos —exclamó Zero—. No soy un crío pequeño —se defendió.

—Te aseguro que tengo muy presente que no eres un crío —dijo Tristan, frunciendo el ceño. A pesar de su negativa, agarró sus manos y las giró dejando al descubierto sus cicatrices. Zero había evitado mirarlas, le recordaban lo cerca que había estado de morir y hacía que afloraran dudas que prefería mantener bajo tierra—. ¿De qué color son, Zero? —preguntó.

Púrpuras. No eran el típico azul ceniciento que solían tener las heridas curadas por criosoldadura. Estas tenían un color entre el granate y el violeta y toda la zona parecía enrojecida. Las contempló con curiosidad, nunca había visto cicatrices así.

—¿Qué…?

—Significan lesiones musculares. Significa que el corte es demasiado profundo y ha provocado daños, seguramente en tus tendones. Se trata con electrodos resistivos para acelerar la curación, de ahí el color rojizo, pero no sirve de nada si no tienes un poco de cuidado.  ¿No te duele?

Zero se encogió de hombros. Claro que le dolía, pero había supuesto que se debía a la tirantez de la piel y a que… ¡Qué demonios! Había supuesto que era lo normal cuando alguien te clava los pulgares hasta el hueso y abre una brecha en tu brazo.

—Pero puedo moverlas —dijo mirándose las manos, pero más era un pensamiento que una excusa.

—Se acabó el violín —dijo Tristan con un tono categórico que no admitía réplicas. Recogió el instrumento de donde lo había dejado Zero y se lo devolvió al robot que arañaba el aire intentando recuperarlo.

Zero sabía lo que el pequeño trasto iba a hacer nada más conseguir su violín, y no pudo menos que esbozar una sonrisa amarga cuando el mismo concierto que había estado interpretando sonó con armoniosa perfección desde la esquina.

—Me odia —murmuró—. ¡Búrlate lo que quieras pero tienes el talento de un metrónomo! —exclamó con rabia. Tristan parecía divertirse con su pequeña rabieta—. Toda la maldita nave me odia, no me extraña que intentara matarme.

Nadie es perfectoWhere stories live. Discover now