3- Lo que está muerto (1ª parte)

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Había vivido tantas veces esa escena que casi le parecía familiar. Había sido su pesadilla recurrente desde que tenía cuatro años. Desde que alguien le explicó que moriría y que no sería más que pasto para gusanos. Desde entonces, noche tras noche, podía sentir cómo las larvas de insectos horadaban su piel con asombrosa eficiencia, anidaban en su pecho y salían por su boca.

Alguien, en algún momento de su adolescencia, se dio cuenta de que no dormía como debiera hacerlo; entonces aparecieron las pastillas y se acabaron los sueños. Pero, de alguna forma, siempre estaban allí, prestos a recordárselo cuando se olvidaba la medicación, cuando cerraba los ojos de improviso en un viaje corto, cuando se aburría en alguna tediosa conferencia…

Esa vez el sueño era más real que nunca y tenía frío, mucho frío. Notaba el sabor de la tierra en su boca, y la humedad del suelo bajo la palma de las manos. Algo viscoso trepaba por su mejilla. No iba a gritar, esta vez no. Había tenido esa pesadilla demasiadas veces. Abriría los ojos y todo habría pasado. Estaría en su cama en algún hotel de… ¿Xenna? ¿Galileo? No recordaba muy bien dónde estaba, pero tampoco importaba, siempre le llevaba unos minutos conseguir ubicarse. Seguramente estaría en uno de esos cruceros rumbo a alguna de las lunas recién terraformadas de K-Dick. Sí, recordaba algo de eso.

Se removió inquieto, pensó que la cama era incómoda y que algún incompetente no había sido capaz de ajustar la temperatura de su habitación. Anotó mentalmente comentarlo en recepción para que no volviera a pasar. Al moverse, chocó contra alguien.

Así que no estaba solo. ¿Hombre o mujer? En realidad, tampoco importaba mucho. Los últimos tres años habían sido un ir y venir de presencias en su cama. Rara vez recordaba un nombre durante más de un par de días, y eso que tenía muy buena memoria, una memoria prodigiosa fruto de la mejora genética. Tampoco era que se esforzara en hacerlo. La mayoría de las veces su mente estaba tan embotada de alcohol y fármacos que a duras penas recordaba su propio nombre. Llevaba tres años intentando aprender lo que significaba estar vivo; tres años intentando encontrar algo que le incitara a amar la vida; algo que no fuera un miedo visceral a la muerte.

Se esforzó un poco más en recordar lo que había hecho la noche anterior. Algo que le diera una pista sobre la identidad de su acompañante o si había ingerido alguna droga. Quizá debiera darse por vencido, abrir los ojos, volver a la realidad e intentar conciliar de nuevo el sueño de forma natural. Si algo había aprendido de una experiencia previa era que no debía mezclar sus drogas con las de los demás, así que debía prescindir de las pastillas para dormir. La pesadilla seguiría allí un rato más.

Pero esta vez era tan molesta…

La cosa viscosa que trepaba por su mejilla había llegado hasta su nariz. Se dijo que eran imaginaciones suyas. No era la primera vez que le pasaba y luchó contra el impulso de apartárselos a manotazos porque de nuevo se despertaría en un ataque de histeria creyendo que los gusanos estaban dentro de él.

Había sido muy vergonzoso.

Viendo que su memoria perfecta estaba decidida a jugarle una mala pasada, Zero decidió abrir los ojos. Lo primero que le sorprendió fue el tono verdoso y mortecino de la iluminación de la estancia. No recordaba haber visto nada similar en ningún otro sitio, y había estado en muchos y diferentes. Se incorporó y no llegó a levantarse un par de centímetros cuando su cabeza chocó contra algo.

Le costó un par de segundos darse cuenta de que, todo lo que veía, era todo lo que había, que su acompañante era un esqueleto y no era el único; que aquello que recorría su mejilla era un gusano de verdad.

Le costó algo más darse cuenta de que no estaba soñando; era su pesadilla y era real.

***

El Elíseo era un cielo construido sobre las cenizas del infierno. En ambos sentidos, era literal.

Desde que había llegado a la luna, Sybill había tenido dudas. Dudas de que pudiera funcionar, de que en verdad fueran como le habían prometido. Pero todas las promesas habían resultado ciertas. Si bien era verdad que la luna era fría y el trabajo era duro, merecía la pena. Sí, sin ninguna duda, lo merecía.

Ahora tenía dos hijos y ninguno de ellos tenía que preocuparse porque su hermano le maltratara, y ella no tenía que preocuparse porque a su marido le desafiaran y la perdiera en ninguna estúpida lucha de sucesión. Eso era antes. Eso era en Sparta. Las normas en el Elíseo eran claras: «somos personas, no animales». Y había que comportarse como tales.

Una de las cosas que se había prometido a sí misma era que nunca dejaría que se olvidaran los errores pasados. El olvido condenaba a repetirlos y ella no podía permitirlo. Como no tenía a sus muertos para llorarles, lloraba a los que habían estado antes que ella. Aquellos pobres cuyo único pecado había sido en vivir en un sitio que se vendía mejor si estaba deshabitado. Fue al poco de llegar, cuando empezaron a trabajar la tierra cuando descubrieron las fosas comunes. Cientos de cadáveres amontonados en sepulturas gigantescas. Hombres, mujeres y niños amontonados, sin nada que pudiera identificarlos.

Lo sucedido en el Elíseo era un secreto a voces. Una gran epidemia de una variedad anormalmente virulenta de gripe verdana masacró a sus habitantes, sin hacer distinciones de razas ni status social. Claro que, en el Elíseo solo estaban los mineros y sus familias. Los dueños estaban a millones de kilómetros de distancia, en Origen, dando sus órdenes desde los despachos. Jamás verían el rostro de ninguno de ellos.

Una vez al mes, coincidiendo con la llegada de la nave de suministros, Sybill llevaba flores a cada una de las fosas, tres en total. Allí elevaba una plegaria a ningún dios, solo unas palabras deseando la paz de los espíritus, sea cual fuera su destino, y que hechos como esos no se repitieran jamás. Sybill venía de un planeta bañado en sangre, haría lo que estuviera en sus manos para evitar que este nuevo mundo, su hogar, se ahogara en ella.

Colocó las flores en el centro de la explanada. Nada parecía indicar que bajo esa tierra gris se acumularan centenares de cuerpos. Siempre que pisaba ese lugar sentía un escalofrío que recorría su columna y, a veces, sentía la necesidad de disculparse por el atropello. Miró a su alrededor antes de empezar su pequeña oración. No quería que nadie se sintiera excluido de ella. Eran tonterías, pero no podía evitar pensarlo. Así que dedicó una mirada y un pensamiento a cada piedra, a cada flor, a cada pequeño montículo que…

Sybill frunció el ceño al encontrar algo que no esperaba. Llevaba cinco años viniendo a ese lugar una vez al mes. Cinco años, doce veces al año, y ese pequeño montículo nunca había estado allí. Mientras se acercaba a examinarlo, pensó que, a lo mejor, alguna pequeña alimaña había decidido construir su madriguera. Eso explicaría la obertura perfectamente redonda que había en la parte superior. Aunque eso no explicaría por qué esa obertura era perfectamente redonda, ni por qué estaba rodeada de metal que se insería en el centro de la tierra.

«¿Una tubería?», Sybill se extrañó. Los habitantes del Elíseo eran pocos y ella los conocía a todos. ¿Por qué iba alguien a clavar una tubería en una fosa común? Entonces se fijó en que la tierra que estaba pisando había sido removida. Ni una brizna de la grisácea hierba que cubría el paisaje había empezado a brotar. Tuvo un mal presentimiento cuando algo la impelió a pegar su oído al conducto. Lo que escuchó hizo que su corazón se detuviera por un instante. Sybill se levantó y retrocedió un par de pasos, incapaz de creer lo que había oído. Quizá fuera un animal o…

Empezó a correr. Primero fueron unos pasos rápidos, pero casi sin darse cuenta, se convirtió en una carrera contrarreloj. Tenía que llegar a tiempo. Tenía que pedir ayuda.

Era una voz, no cabía duda, era una voz que repetía una y otra vez: «no estoy muerto».

Nadie es perfectoWhere stories live. Discover now