11.- ¿Cuántas veces puedes morir? (2ª parte)

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Apenas hacía media hora que había podido cerrar los ojos y el timbre de la puerta resonaba de forma insistente. Lenda se levantó del sofá y se frotó el entrecejo. Había sido una noche muy larga. Una noche que casi se había empalmado con la siguiente.

—Voy —murmuró, aunque sabía que no podían oírle. Seguramente sería el leónida de esa mañana. Debía reconocer que era muy insistente, pero lo había despedido con un montón de malas excusas que debían dejarle muy claro que no era bienvenido. Sabía que tenía que haber sido más sutil, pero sus sutilezas se fueron por el desagüe cuando tiró de la cadena. Buscó con la mirada su camisa y la encontró tirada de cualquiera manera en una esquina. Se la puso antes de darse cuenta de que estaba llena de sangre—. Mierda —masculló, quitándosela de nuevo—. Cuando esto se arregle, me vas a comprar una docena de camisas nuevas. ¡Ya voy! —gritó cuando el timbre insistió de nuevo—. ¿Esta casa no tiene un sistema de identificación domótico? —murmuró.

No era el leónida, al otro lado de la puerta había una mujer. Una bella mujer pelirroja que rondaba la treintena, aunque las pecas de su rostro le daban un aspecto más infantil. Vestía ropa informal pero cara, muy cara. Al verle, el rostro se iluminó con una tenue sonrisa que, si bien apenas torció la comisura de su boca, dio brillo a sus ojos verdes.

Lenda la conocía, se habían visto en alguna ocasión, pero eso no explicaba qué hacía allí.

—Hola, Lenda —dijo divertida, observando de arriba abajo su torso desnudo—. ¿Esto es una insinuación? ¿Llego a tiempo para algo?

—Myrella —dijo, bajando la cabeza e invitándola a pasar con un gesto de la mano—. Cuando haces ese tipo de comentarios recuerdo lo falta de cariño que te encuentras y me duele el alma —exclamó, llevándose la mano al corazón en una expresión exagerada de dolor. Una burla que no resultó indiferente a la recién llegada que se apresuró a eliminar la sonrisa burlona de su rostro. Lenda apretó los labios, un segundo demasiado tarde se había dado cuenta de que su comentario era demasiado cruel—. No he tenido tiempo de cambiarme de ropa —murmuró—. Ni de ir a buscar una muda. A quién quiero engañar... Seguro que hay una explicación lógica para esto, pero eres a la última persona que esperaba ver aquí.

—Llegué a Galileo hace tres días —explicó mientras inspeccionaba el ático con evidente curiosidad—. Se supone que tengo que acondicionar la embajada y la residencia oficial mientras Tristan cierra sus negocios en Sparta y... —No continuó, se agachó y cogió la camisa que Lenda había tirado al suelo. La extendió y al ver las manchas de sangre esbozó una mueca difícil de interpretar—. ¿Está muy mal?

—No está bien —admitió, arrebatándole la prenda—. Sigues sin responder a mi pregunta, ¿qué haces aquí, Myrella? Y no me refiero a aquí en Galileo sino aquí, en casa del amante de tu marido.

—Tristan me pidió que cuidara de él —dijo la mujer.

—Sí, claro —dijo Lenda con desdén—. Y tú accediste por la bondad de tu corazón.

—No, por bondad no —admitió Myrella encogiéndose de hombros. Lenda esperó a que explicara algo más pero no lo hizo—. Me muero de curiosidad por ver cómo es, ¿puedo? —dijo, haciendo ademán de subir las escaleras.

—¡Myrella! —exclamó Lenda empezando a perder la paciencia—. Si tocas a ese chico Tristan te destrozará, lo sabes, ¿verdad? No le importará quién sea tu hermano. No le importará nada.

Myrella se detuvo y respiró hondo.

—Lo sé —dijo sin mirarle.

—Márchate a casa, no tienes nada que hacer aquí. Yo me ocupo de todo.

—¿Cuánto hace que no duermes? —preguntó la mujer sin bajar un escalón.

—Eso no tiene nada que ver —masculló el óptimo.

Nadie es perfectoDove le storie prendono vita. Scoprilo ora