XXVI. Diosa de la Guerra

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El príncipe había oído las historias de niño. Vinca solía contarle tales relatos antes de arroparle de la manera más tierna y pretender que dormitara sin la minima preocupación. El tiempo, sin embargo, le hizo olvidar, contando con que, hasta las criaturas tocadas de magia necesitaban historias con las cuales alimentar la imaginación.

Pero el olor a sangre y carne decadente vuelta a la vida, el húmedo marrón marcado en las raíces del árbol del principio: sangre pútrida y huesos asidos a piel que dejaban marcas de su paso al ser arrastrados fuera de sus tumbas volvieron a dar un toque de realidad a sus trilladas leyendas.

Los ejércitos de Aval, legiones sometidas a un largo sueño parecido a la muerte, habían despertado.

Por siglos sobre siglos, los cuerpos de aguerridos combatientes cegados por violencia se habian consagrado a las raíces del árbol, alimentándose de lo poco que que este filtraba hacia el suelo, haciéndose débiles sin lograr una anhelada muerte.

Se dice que esperaban por el día en que un monarca les llamara de nuevo a su servicio. Killian siempre temió que ese llamado partiera de los labios de Meav, jamás pensó que Auberon se hiciese responsable de tal destrucción.

Podía sentir su marcha, estremeciendo la tierra, y a esa profundidad aún se presentía como los capitanes del ejército, tras recuperar sus fuerzas al atravesar inocentes con sus espadas, encontraban de nuevo su propósito y con la voz recién descubierta en sus gargantas, instruían a sus escuadras a hacer lo mismo.

Los ojos de Killian fallaron, por primera vez en lo que tenía de memoria la oscuridad empezó a consumir todo su paso. Por suerte, sus excursiones a la tierra de los mortales en tiempos pasados, le habían dejado un par de trucos donde no necesariamente se requería de magia.

Caminó de vuelta hacia la entrada, donde la claridad a penas se filtraba en discretos rayos de luna y consiguió lo que hacía falta para crear una antorcha rústica: un pedazo de madera alargado, tiras de tela dejadas atras con el avance, incluso una fina cadena plateada, que aunque carcomida por el paso del tiempo, era los suficientemente flexible para poder sostener un material contra otro. El acelerante lo consiguió en las propias fosas. Piel, músculo y grasa hechos líquido con el paso del tiempo. Su estomago se volcó por un instante mientras mojaba la tela en esa viscosidad asqueante, rogando que se impregnara lo suficiente como para arder al contacto de una chispa de esas que tímidamente se asomaban entre las cenizas tras la caída de un rayo.

Volver sobre sus pasos no se le hizo fácil, a pesar de conocer el camino. Killian reconoció un rastro de sangre fresca en el suelo y descubrió que lo que en un momento había confundido con una avasallante oscuridad era una cobertura de plumaje negro que ocupaba las entrañas del túnel.

Cientos de plumas, tocadas de vida y magia, que habían sido desarraigadas de unas alas quebradas que eran ahora solo vestigios de hueso y piel a sus pies, ennegrecían las paredes. Habían sido cosidas como parte de un tapiz donde se contaba, paso a paso, una victoria.

-Mikka- murmuró, rozando el negro aterciopelado de esas plumas que parecían luchar por proteger y encontrar su camino de vuelta a la Morrigan. Con solo tocarlas pudo ver lo sucedido.

Teigan de la Casa Poch había atravesado el portal con una agresiva, pero debilitada Mikka, aún confusa por el inesperado cruce entre mundos. El Pooka aprovechó la incapacidad de la Morrigan de ampararse bajo el Manto de la Una, la protección dada por Annand y Bansit en las esferas. Para hacerlo debía desprenderse de su envoltura mortal y extender sus alas. La paciencia nunca fue su fuerte, y mientras Mikka permitía a sus alas abrirse paso, rasgando su piel, una hechicera a la cual Killian fallo en reconocer se acercó a velocidad de entre las sombras, cortando las mismas desde la raíz.

Círculo de las Hadas: Tierras de Aval Where stories live. Discover now