XXVIII: Conjuros (parte 2)

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El corazón de una ondina tiene, por naturaleza, control sobre las aguas, la voluntad de un cambia formas puede adaptar pequeños detalles hasta convertirles en ilusiones formidables, tangibles, peligrosas. Aquellos cuya consciencia ha despertó de un largo sueño fueron incapaces de diferenciar entre lo real y lo creado, convirtiéndose en rápidas victimas del encantamiento de Teigan.

Aidan Faraday avanzaba, cansado de la magia. Sus ojos, abiertos a la verdad, ya libres de ver tras las más elaboradas máscaras, no sentían el aguijón de la constante lluvia o la inestabilidad del terreno que parecía desaparecer y hacerse una ciénaga lista a recibir el peso de su cuerpo. Su ejército, sin embargo, aunque compuesto de valientes, cayó presa de la confusión creada por un artilugio en todos aspectos perfecto. Aidan escuchaba gritos de terror a su espalda, producto de hombres y hadas que se sentían arrastrados por grandes corrientes. Trató de advertirles, de hacerles despertar de esa oscura ilusión a gritos, pero su voz, a pesar de ser firme, se ahogaba entre el estruendo de los truenos y el fulgor de rayos que parecían rasgar el cielo, haciéndole sangrar en tonos violáceos.

Teigan estaba fuera de su vista y de su alcance, y al momento, aunque dolorosa la decisión, debía dejar sus compañeros de armas a su suerte. Si algo podía salvar a Aval era llegar a Auberon lo más pronto posible. Lo único que podía trabajar a su ventaja, tal vez algo que Teigan no había tomado en consideración, fue que la extensión del conjuro arropó no solo a los suyos, si no al ejercito de Fae, cuyas psiquis eran tan vulnerables como las de los cuervos de Mikka. Sus ojos se posaron en el valle cercano, donde varias hadas aterradas estaban encontrando oportunidad de escapar de las manos de sus opresores, los cuales parecían haber sido poseídos por un nuevo tipo de locura: aquella que les llevaba a expirar con ojos desorbitados, manos extendidas y gritos que nunca abandonaron sus gargantas: ahogados en sus propias pesadillas.

Sus ojos verdes se tornaron hacia las Morrigan, las cuales permanecían estoicas. Aun si Annand hubiese querido gritar, el peso de un trabajo realizado por milenios selló sus labios en una fina línea. Bansit, sin embargo, calladamente lloraba, y sus lágrimas se convertían en un rio de legitimas aguas, cuyo caudal reclamaba a los muertos, esta vez condenados a nunca regresar. Rogarle a las Reinas Espectrales sería una tarea vana. Solo Mikka podía interceder a su favor, y privada de alas, era incapaz de actuar fuera de la voluntad de Annand.

—Son tuyos—murmuró—.No les permitas caer de esta manera.

—Annand...—Mikka sabía que de nada serviría contestarle a Faraday sin consultar a su hermana—Él no ha pedido nada para sí...

—Y eso no hace su petición más digna de ser escuchada— su hermana fue pronta a contestarle—.Todas nuestras complicaciones comenzaron al tomar parte: una y otra vez nos inmiscuimos con asuntos que no eran de nuestra incumbencia hasta sufrir las más amargas consecuencias. ¿Crees que no lo siento, Mikka? Tal vez mis irises son blancas porque en el principio vi todo, sentí todo, hasta despojar mi mundo de colores... todo por lo justo.

—Soy casi tan antigua como ustedes, reinas, y me consta que lo justo no siempre es lo necesario. —La voz de la diminuta Vinca se interpuso entre ambas. La pixie, que hasta ese entonces había sido relegada a mera compañía, se afirmó sobre sus cortas piernas y le recordó a la mayor de las Morrigan: —Si acaso el Universo se atreviese a reclamarles, entonces hazle saber que la decisión no fue tuya, Annand. Ahora, si la Morrigan está dispuesta, de una vez y por todas a dejar sus hermanas... yo he de darle alas.

—La decisión ha estado tomándose por siglos— la voz de Annand no perdió determinación, pero sus ojos se hicieron cristalinos y junto con un par de lágrimas, cayeron las cataratas que les habían cubierto desde un principio.

Mikka siempre se identificó con Bansit, el rostro que reflejaba el suyo como un espejo. Pero ahora, con el cabello oscuro y los ojos violeta, Annand parecía reflejar el estado de su misma alma, perdida entre Zaira y la Morrigan, temerosa de las consecuencias. La Morrigan de las aguas detuvo por un momento su llanto, para apoyar a Annand en un abrazo. Bansit entendía lo difícil que debía ser para su hermana dar espacio a sentimiento. La Morrigan que se sienta en el trono de hueso había jurado no exponer su corazón desde que Francis Alexander lo rompió en mil pedazos, descartándole como madre para ir en pos de su propia destrucción. Ahora, aquella que nunca necesitó guía ni soporte, se asió a Bansit y juntas, posaron su mirada en Mikka, sabiendo que era un adiós.

Círculo de las Hadas: Tierras de Aval Where stories live. Discover now