I

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Dicen que la anestesia es como los aviones: normalmente son lo más seguro del mundo, pero de vez en cuando, uno que otro falla.

Entro al quirófano sintiendo que me asfixio. Estoy harto de los rostros anónimos, escondidos detrás de cubrebocas; harto de las batas blancas, del metal estéril y frío, y del olor a antiséptico. Si todo sale bien, si mi avión no falla, estaré entrando aquí por última vez en mucho, mucho tiempo. Quizás para siempre.

Aunque, ahora que lo pienso, si falla también sería la última vez. Quizás es lo mejor.

Los doctores comienzan a moverse mecánicamente, como marionetas colgadas de un hilo, obedeciendo las órdenes del más viejo de ellos. Se llama Justino, pero aquí le llaman Don Justo, y nadie quiere tener cuentas pendientes con él. Porque esto no es un hospital común y corriente.

Justo rompe su habitual procedimiento para mirarme a los ojos con los suyos, de un color azul inusualmente pálido. Siempre me he preguntado si serán producto dela genética o de algo más. Por ese breve momento, que como cualquier otro jamás volverá a repetirse, siento algo pesado desplomarse sobre mí. Las esperanzas de un hombre, que sabe que no tiene mucho tiempo de sobra, cayendo sobre mis hombros.

―Vamos a contar del diez al cero. Adelante ―me dice, como varias veces―. Diez, nueve... cuenta conmigo, Andrés.

―Diez, nueve... ―mi voz grave se torna acuosa; frágil―. Ocho... siete, seis, cinco...

No paso del cinco. Es como un preludio al triste final. Un camino que recorres, a pesar de que ya sabes cómo acabará. Una densa neblina negra obstruye mis pensamientos, dejándome, de nuevo, en completa oscuridad.

Cinco.

[...]

La Ciudad de México es una fiera, brutal y despiadada, para aquellos que nacen en el lugar equivocado. Andrés era sólo uno de tantos hijos de nadie, cuyo hogar eran los callejones oscuros y su realidad las noches hambrientas. Una víctima más de la desigualdad y la indiferencia.

El día del gran terremoto Andrés estaba en la esquina de Eje Central y Juárez, limpiando los parabrisas de los desdeñosos automovilistas que evitaban mirarlo a los ojos pero negaban vigorosamente con las manos cuando él se les acercaba. La Torre Latinoamericana se alzaba hasta donde alcanzaba la vista, imponente e inamovible, como un coloso de metal.

Pero eso cambió a las siete con diecinueve.

La torre, el asfalto, los cables de luz y la gente, todo comenzó a moverse como pocas veces se hubiese visto. Andrés corrió hasta la explanada del Palacio de Bellas Artes, pues sentía que en cualquier momento "La Latino" se desplomaría sobre su cabeza, pero era imposible colocar un pie frente al otro sin trastabillar.

Gritos, llantos, los transformadores explotando, los edificios golpeándose entre sí, y un aterrador gruñido, como de una bestia herida, que provenía desde lo más profundo de la tierra: todo aquello conformaba una desgarradora sinfonía que no hacía más que aumentar en intensidad, hasta que todo se detuvo, y Andrés pudo jurar que, en sus 19 años de vida, jamás había escuchado un silencio tan sepulcral.

Todos esperaban que la tierra se abriera y se los tragara, pero no fue así. La gente, desconcertada, comenzó a vagar sin rumbo por la ciudad en ruinas. Una niebla gris se asentó en el aire, y a medida que se iba disipando, revelaba un poco más de la catástrofe.

Andrés contempló su reflejo en la ventanilla de un auto: su lacio cabello oscuro, su rostro pálido y ojeroso, su playera roja, llena de agujeros, y sus pantalones negros que le quedaban enormes, todo él estaba cubierto de polvo blanco, de yeso que había viajado con el viento y había caído sobre él. Desesperado, se sacudió como un perro y corrió hasta un edificio derrumbado, frente al cual una anciana mujer lloraba desconsolada.

―Ayúdame, hijo, te lo ruego. Mis siete nietos quedaron enterrados ahí. Ayúdame a sacarlos, por favor.

Pronto la niebla gris desapareció por completo, y en su lugar se asentó un aroma a muerte que tardaría muchas semanas en desvanecerse.

[...]

Andrés conoció a "Chino" mientras ayudaba a rescatar a los siete nietos de esa mujer en aquel edificio de departamentos. Eran sólo un par de muchachitos, escuálidos y larguiruchos, pero que sorpresivamente habían logrado sacar piedras y enormes trozos de loza con sus manos desnudas. Después llegaron las mujeres, que les prepararon tortas y les dieron refrescos de piña para que no desfallecieran. Y después llegaron los mecánicos y los obreros, quienes les dieron guantes para proteger sus manos y cascos para cubrir sus cabezas. Detrás de ellos venían hombres con palas, picos y carretillas para llevarse los escombros, pero Andrés y Chino jamás dejaron de excavar.

Finalmente, casi doce horas después del terremoto, Andrés alzó una piedra y notó que estaba cubierta de sangre. Y que debajo de ella estaba la cabeza de... alguien. No supo quién, y jamás quiso saberlo. Simplemente lo sacó y siguió excavando. Poco después el Chino sacó un brazo de entre los escombros, y ambos se miraron y vieron que estaban llorando, pero siguieron excavando.

Andrés nunca se enteró de que los siete nietos de aquella anciana murieron aplastados el día del terremoto. Él sólo siguió excavando.

Días y noches pasaron, y Andrés siempre terminaba con las manos ensangrentadas y las piernas adoloridas, pero Chino se quedó con él. A partir de entonces fueron siempre Chino y él... hasta que la vida decidió arrebatárselo.

Ese día, tan sólo seis meses después de haberse conocido, la vida mandó a Andrés y a Chino a la línea tres del metro de la Ciudad de México. La vida hizo que, al bajar las escaleras y adentrarse en la estación Juárez, Chino golpeara accidentalmente el hombro de un drogadicto que "trabajaba" en la zona. Y después de intercambiar insultos y palabrería, Andrés y Chino se alejaron y se detuvieron frente a las vías a esperar el tren.

Pero la vida, por alguna razón, también quiso que Andrés escuchara primero los pasos que se dirigían hacia ellos a toda velocidad. Lo que no escuchó, sin embargo, fue la bocina del tren que se aproximaba. Andrés se agachó e impactó al tipo que intentaba empujarlo directo en el estómago, sacándole todo el aire y tirándolo de espaldas al piso del andén. Chino, en cambio, se quedó de pie y no se dio cuenta de lo que ocurría hasta que sintió la grava de las vías en su frente y sus rodillas. Luego vio una luz muy fuerte, escuchó un sonido estruendoso y después... nada.

Andrés dejó al sujeto que había intentado empujarlo tirado en el piso y empezó a correr detrás del que había asesinado a Chino, pero nunca lo alcanzó. Y tampoco quiso volver a la estación y ver a su mejor amigo hecho pedazos, así que simplemente corrió.

Corrió durante horas, y después caminó durante muchas horas más, pero ni el hambre ni el cansancio fueron más fuertes que su deseo por abandonar esa ciudad, que desde el momento que lo vio nacer no había hecho más que golpearlo y hacerlo caer. Se adentró en una de las grandes carreteras, llorando y gimiendo, pero sin detenerse una sola vez.

Y cuando logró salir de la Ciudad de México y contempló la inmensidad del valle que se alzaba a su alrededor, Andrés cayó de rodillas al suelo y sintió que, por fin, su vida había comenzado.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora