XI

5.4K 434 30
                                    

Varias semanas después, Andrés salió temprano de casa para ir al mercado que estaba unas pocas cuadras de ahí. La avenida Corregidora rebosaba de actividad, como cada mañana. La tortillería de doña Charo estaba abarrotada, y la fila se extendía por casi media manzana. Los autos, en su mayoría sedanes rojos y grises, se detenían cada pocos metros debido a los autobuses que subían y bajaban pasajeros en cada esquina. Un niño harapiento, invisible para casi todos, caminaba en medio de la calle con un cajón de madera lleno de chicles, dulces y cigarros. Andrés le hizo una seña desde la banqueta y le compró la cajetilla entera, a pesar de que él no fumaba. Luego, contempló con una media una sonrisa como el chiquillo corría hacia el puesto de quesadillas y compraba su desayuno del día.

En aquel niño Andrés se veía a sí mismo, y recordaba con dolor esos días en los que todos lo ignoraban y él se quedaba sin comer hasta el anochecer, que era cuando regresaba a casa con la señora que lo cuidaba. Por ello, cada que podía les compraba algo a esos niños, pues uno no sabe lo mucho que duele tener el estómago vacío hasta que lo vive en carne propia.

Antes de seguir su camino, Andrés se detuvo en la tienda de abarrotes de don Pepe. Aquel hombre alto, fornido y de pelo canoso siempre lo miraba con desprecio, pues una que otra vez había visto como Justo besaba a Andrés a través de su ventana. Él siempre era amable y le daba las gracias antes de irse, a lo cual don Pepe respondía con murmullos ininteligibles y, de vez en cuando, uno que otro "pinche maricón". Andrés salió de la tienda con la cabeza agachada, pero alcanzó a ver a lo lejos como el niño al que le había comprado los cigarros corría hacia otra niña, aún más pequeña, que parecía ser su hermana.

La chiquilla sonreía y señalaba unas flores amarillas que habían crecido en una grieta del asfalto. El niño, al verlas, sonrió también y arrancó dos de ellas, una de las cuales entregó a su hermana. Ella simplemente la sostuvo entre sus manos y la contempló como si fuera el tesoro más grande de todo el mundo. Andrés no notó la palidez en su rostro ni la resequedad en sus labios y su piel, los cuales eran síntomas de deshidratación causados por el cólera. Lo que sí notó, en cambio, fue la luz en sus ojos cuando vio que, unos metros más adelante, había otro pequeño brote de florecitas iguales a la que tenía.

Ambos niños corrieron hacia ellas, con la intención de recogerlas, cuando de pronto una sombra se cernió sobre ellos y los hizo retroceder, temerosos. La sombra pronto cobró la forma de un hombre barrigón, con una camiseta blanca manchada de grasa y aceite, que comenzó a gritarles mientras los tomaba de la mano. El niño logró zafarse, tomó su cajón y corrió hacia el semáforo, donde siguió vendiendo lo que traía. La niña, sin embargo, seguía viendo las flores. El hombre grasiento comenzó a jalarla del brazo mientras señalaba enfurecido al niño, quien afortunadamente ya estaba fuera de su alcance. La niña, sin embargo, se rehusaba a moverse y estiraba sus pequeños dedos hacia las flores.

Justo cuando estaba a punto de alcanzarlas, el hombre se dio cuenta y le dio una fuerte palmada en la espalda, tras lo cual la alzó en sus brazos y se la llevó dando grandes zancadas. La chiquilla lloró y pataleó, no por el golpe, sino por las flores amarillas que había perdido y que cada vez se alejaban más y más de ella. Después, el hombre grasiento fue por el pequeño, lo sujetó por el cuello y lo sacó a rastras de entre los coches, mientras la niña seguía llorando.

Andrés, de pie en el otro extremo de la banqueta, apretó los puños y tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no correr hacia aquel malnacido y romperle la nariz de un puñetazo. Cuando el hombre y los dos niños se perdieron de vista al dar vuelta en una esquina, Andrés cerró los ojos y respiró profundamente un par de veces. Un abrumador sentimiento de impotencia cayó sobre él como una pesada piedra, que hacía que dar un paso le costara casi tanto como correr un maratón. Para cuando llegó al mercado ya estaba exhausto, y en cuanto regresó a su casa, tiró las bolsas al piso y se dejó caer en el sillón. No se movió de ahí hasta pasado el mediodía, cuando el teléfono lo despertó de un sobresalto.

Tallándose los ojos, Andrés caminó hasta la mesa de la sala, levantó el auricular y bostezó antes de contestar.

―¿Sí?

―Amor, ¿estabas dormido? ―la voz de Justo al otro lado de la línea tomó a Andrés por sorpresa.

―No, no, para nada... ―contestó él, mirando angustiado el viejo reloj que había sobre la vitrina―. Sólo tengo algo de sueño. ¿Qué pasó?

Justo sonrió y sopló aire por la nariz. La imagen de Andrés, despeinado y somnoliento, le causaba muchísima ternura.

―Duerme bebé, no pasa nada. Quería avisarte que hoy no podré ir a casa a dormir.

Andrés arqueó una ceja y se dejó caer en el sofá.

―¿Por?

Justo desvió la vista hacia el montón de papeles que tapizaban su escritorio. Por encima de ellos sobresalía un sobre amarillo de manila que había recibido esa misma mañana.

―Son excelentes noticias, cielo ―el doctor tomó aire antes de continuar―. ¡Aceptaron mi investigación! Van a publicarla en el Acta Pediátrica de México, ¡en la capital! Pero me pidieron que puliera algunas cosas antes de mandarles la versión definitiva, y por eso tengo que quedarme en el hospital. Ya sabes que aquí trabajo mejor.

Andrés soltó una tímida risita y sujetó el teléfono con ambas manos.

―Amor, ¡felicidades! ―pocas veces lo llamaba así, pero la ocasión lo ameritaba. Andrés, mejor que nadie, sabía lo mucho que aquello significaba para Justo―. Estoy realmente orgulloso de ti.

―Gracias, mi vida. Sabes que nada de esto habría sido posible sin ti ―ante la falta de respuesta del otro lado, Justo siguió hablando―. Y... y lamento no poder ir esta noche a casa contigo, pero mañana es mi día libre y te llevaré a festejar como es debido. Lo prometo.

En cualquier otra situación Andrés se habría opuesto, pero esa vez simplemente sonrió y contestó en voz baja.

―Bueno, está bien. Por favor come algo por allá; no te la pases todo el día pegado a la máquina de escribir. Mañana nos vemos, ¿sale?

―Sí, mi amor. ¡Te amo muchísimo! ―exclamó Justo, sin importarle si alguien más lo escuchaba o no.

―Y yo a ti ―dijo Andrés en un suspiro―. De verdad, muchas felicidades.

Ambos colgaron el teléfono y se volcaron en sus tareas diarias, sintiéndose felices pero sin pensar demasiado en lo que aquel pequeño sobre de manila había puesto en marcha. Lo cierto es que ninguno de los dos podría haberlo imaginado.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora